La Creación

Y primero la Vida despertó, y dijo: "He aquí el lugar donde he de crear". Y al volver el rostro observó a su hermano, la Muerte. Y él le respondió: "Pero todo lo creado ha de tener un final"

25 de marzo de 2012

El Lago Espejo

Mientras la compañía del rey Eartan se hallaba en la frontera del norte conteniendo a nuevas compañías de Tet Wup que intentaban penetrar en las tierras de Kelthist, los caballeros Aiglat y Driane habían conseguido llegar hasta el corazón del vecino del norte pero aún no habían conseguido hacer saquear la capital de Tet Wup, Kotow.
Con los pies sumergidos en la cristalina agua del lago, Annamel podía sentir la fresca sensación del agua mojando su piel. Se encontraba aburrida pero al mismo tiempo inquieta. Todos los caballeros de Alianza de Kelthist estaban inmersos en las numerosas batallas que el reino estaba sufriendo y ella estaba allí, a la espera de noticias qué tardaban en llegar. La brisa era suave y fresca, y el agua lamía la orilla con suavidad, como un amante. La noche estaba cayendo y, por encima de su cabeza, las estrellas trazaban un dibujo de filigrana. No se oía más que el rumor del viento entre los árboles y los suaves golpes del agua contra la orilla del lago.
Se sentía inquieta, terriblemente inquieta. Algo la hacía sentir de alguna manera oprimida y notaba en ella misma una premonitoria tensión.
—¿Qué está pasando en el mundo? Tanto daría por saber qué está ocurriendo con las otras compañías de este reino… Y suspiró sabiendo que seguiría en su desconocimiento.
De pronto, Annamel miró hacia el lago y vio que su superficie tenía la palidez del cristal, pero no el sosiego completo. Algo iba a pasar y ella no sabía qué podría ser. Fue entonces cuando algo explotó en el centro del lago, las aguas se lanzaron en un fiero remolino y el lago empezó a llenarse de espuma a su alrededor. Atraída por aquel extraño suceso, Annamel se acercó a las aguas y sucedió. El lago le mostró una serie de visiones.
Vio un lago, pero no el Dan-Aral, aunque ese lago le resultó extrañamente conocido. Se trataba del Lago Espejo, en las tierras de Tet Wup. Vio a una mujer sentada como ella en la orilla de ese lago, con sus cabellos cobrizos ondeando al viento. La reconoció al instante. Se trataba de Driane. ¡La inteligente y aguerrida Driane! El lago del Palacio de Ostalel estaba saciando su necesidad de conocimiento y le estaba mostrando imágenes que anhelaba saber, aunque no sabía si esas imágenes eran en tiempo real.
El lago seguía mostrándole imágenes. Vio a centenares de hombres ataviados para la batalla. Inmóviles esperaban impasibles la llegada de su enemigo. A la cabeza un caballero rubio montado en un corcel estaba ataviado con una reluciente armadura. Se trataba de Aiglat que se hallaba delante de sus hombres, de pie alzando su espada, a la espera de entrar en batalla. Constituían una esplendorosa compañía que en nombre de la Alianza de Kelthist se hallaba dispuesta a hacer frente al enemigo que se acercaba a ella. Desgraciadamente sólo habían conocido la derrota tan lejos de su tierra.
La imagen del lago cambió de nuevo.
Vio cómo llegaron los enemigos y otra imagen le mostró cómo la integridad de la compañía de Alianza de Kelthist era destrozada por los hombres del llano como otras veces antes, como cuando Annamel estuvo combatiendo al lado de ellos semanas antes. La lucha era encarnizada y las fuerzas se hallaron pronto equilibradas. Las imágenes de las aguas del lago mostraban un gran duelo en el cual ambas tropas competían por demostrar su habilidad y fuerza en el combate. Los soldados bárbaros se defendían bastante bien ante la carga de los caballeros de la Alianza de Kelthist, pero la batalla parecía durar horas y, poco a poco, las tropas enemigas empezaron a ganar terreno.
Vio como la gran espada de Aiglat era detenida una y otra vez por las armas de sus enemigos que de vez en cuando daban un poderoso golpe al capitán que su armadura evitaba. En el rostro del caballero se notaba la preocupación al ver el peligro en el que se encontraba al tiempo que miraba hacia atrás como esperando algo.

Las imágenes del lago se sucedían mostrando escenas de una batalla que había ocurrido en el norte a mucha distancia de Ostalel. Fue cuando Annamel contempló como Aiglat y los miembros de su compañía eran cercados y bloqueados por tropas bárbaras que seguían acudiendo a atacarlos desde la cercana ciudad de Kotow. Desesperada, ella contemplaba con absoluta impotencia cómo Aiglat iba a morir cuando la luna roja apareciera en la noche y su corazón se conmovió al ver que los hombres de esa compañía seguían demostrando seguridad y entereza a pesar de sentirse acorralados. En ningún momento dejaban de combatir con absoluto aplomo.
Vio de nuevo a Driane, mostrando la serenidad de los caballeros de la espada envuelta en llamas. Montada en su hermoso corcel negro, capitaneaba una tropa de caballeros que venían a ayudar a las tropas de Aiglat. Supo entonces cual había sido la estrategia del capitán y la dama: dividir sus fuerzas en dos para despistar al enemigo. Sin duda, habían sabido que les atacarían antes de que esto sucediera. Vio que los caballeros que llegaban a socorrer a sus compañeros cabalgaban cantando desde la orilla del lago del espejo, acaudillados por Driane. Y, en la retaguardia, regalaron a los enemigos una purificadora lluvia de flechas y muchas de ellas hicieron caer a un buen número de enemigos.
Annamel notó como dos lágrimas surgieron de su rostro. Ver defenderse de ese modo a los que habían sido sus compañeros de batalla le hizo estremecerse. Vio como los jinetes de Aiglat, reconfortados con la llegada de refuerzos, terribles con su furia y deseosos de conseguir una victoria, rechazaban a sus enemigos. Las filas de Driane se unieron a las de Aiglat consiguiendo superar a las tropas enemigas. Estos fueron poco a poco cediendo terreno ya que las tropas de Alianza de Kelthist contaban con una evidente ventaja numérica que se estaba notando a medida que avanzaba la batalla.

Vio a Aiglat, luchando en medio de un caos de soldados, su espada reluciente en su brazo firme, descargando golpes a tajo y destajo, subiendo y bajando de forma incansable, pero también la fatiga hacía mella en el, se notaba en su mirada cansada, en el sudor que pegaba sus rubios cabellos a su rostro, en la sangre que manaba de pequeños cortes que había recibido de sus enemigos, Annamel observaba todo esto impotente, sin poder hacer más que alargar la mano hacia la superficie del lago que la ponía en contacto con ellos en aquellos duros momentos, pero sin poder ayudar, con lágrimas surcando y bañando el bello rostro de ella, cuyo corazón intentaba en vano ponerse en contacto con los de aquellos que luchaban sin esperanza en aquella injusta guerra.
De pronto las imágenes del lago se ralentizaron y se concentraron en mostrar a Aiglat, que ahora luchaba contra tres adversarios, y se apreciaba que apenas le quedaban fuerzas. Annamel lloró amargas lágrimas, pues no podía soportar ver morir a aquellos que le importaban, vio cómo uno de los enemigos alcanzaba al capitán con un mortífero puñal clavándoselo a traición por la espalda, el caballero cayó al suelo, pero no soltó su espada, con la que a duras penas seguía defendiéndose de los otros dos atacantes. Éstos al verlo vulnerable en el suelo aprovecharon para rematarle, propinándole duros golpes en la cabeza con las empuñaduras de sus espadas, alargando su agonía y deleitándose en ello. Quizá fue esto lo que les costó la vida a ambos a manos de soldados de Kelthist que acudieron en ayuda de su capitán. Pero Aiglat estaba muy mal herido y la mente del caballero vagaba a medio camino entre la luz y la oscuridad.
Las imágenes del lago poco a poco se disipaban y lo último que le llegó a Annamel fue la imagen de Driane, alzando su espada y gritando:

—¡Socorred a Aiglat y vayamos a nuestro campamento! ¡Por fin hemos vencido en tierras enemigas!
Las aguas del lago se calmaron dejando de mostrar imágenes. Annamel, agotada, cayó sobre la orilla; se sentía débil y cansada como si ella hubiera combatido también en aquella batalla. Con la satisfacción de saber que Driane había conseguido la victoria en las tierras de Tet Wup pero con la angustia de desconocer la suerte de Aiglat, se durmió.
Mientras tanto, el Dan-Aral se sumergió nuevamente en una profunda tranquilidad y quietud mientras la noche que avanzaba mostraba su cara más refrescante y tierna. Muy lejos de allí, cerca de Kotow, donde se hallaban las tropas de Alianza de Kelthist, el Lago Espejo también se hallaba de nuevo en serenidad y calma.

© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

17 de marzo de 2012

La Isla de la Media Luna

El tiempo estaba cambiando y el invierno parecía haber descendido sobre las tierras de Kelthist repentinamente. Las mañanas aparecían cubiertas de una suave niebla, y el sol apenas era suficiente como para deshacerlas levemente en pequeños jirones que iban desapareciendo a lo largo del día.
Abandonaron la ciudad de Tylevost amparados por la noche cubierta de estrellas y no miraron atrás. El hedor de la ciudad devastada los seguía, como un dedo acusador sobre el mal que habían llevado a aquellas tierras en otro tiempo hermosas. Ahora ya no quedaba nada. Sólo piedras muertas.
Mientras salían de la ciudad, Adanha paseó la mirada por el campo plagado de cabezas cercenadas que se extendía a los pies de los muros. Un cuervo parecía empeñado en arrancar a través de la carne roja del cuello una vena que le debía parecer especialmente apetitosa. Uno de los ojos del hombre, que un día mirara extasiado la belleza de la noche estrellada, pendía levemente de su cuenca. El otro permanecía todavía en su sitio, con el párpado semi cerrado, y parecía conservar una expresión de dolor inmenso. Otro cuervo aleteó grácilmente hasta él, terminó de arrancar el ojo con un picotazo que abrió la carne del hombre, y luego marchó a saborear la blanda carne muerta en un rincón.
Las aves negras bailotearon al paso del ejército de Angh, protestando con ásperas voces al ver interrumpido el banquete. Rojo y negro parecían fundirse en uno solo, y mientras avanzaban en la noche, quedó atrás El Castigo.
--------
Las altas y escarpadas murallas de Navasane ocultaban de su vista la ciudad de Blath Laidir. La isla, cubierta de una espesa niebla, parecía flotar levemente sobre el agua, y encerraba en ella una calma que sabía sólo era aparente.
La Compañía de Angh llegaba desde Amleara, donde había robado los barcos más grandes del puerto, a sangre y fuego. Nadie había podido resistir su embate, y ahora, sin bandera visible, navegaban en pos de Blath Laidir, una ciudad con fama de infranqueable. Pero no habían sido suficientes, y muchos de ellos excedían con mucho el límite de su capacidad.
La guerra había afectado también al comercio de la zona, y eran pocos los comerciantes que se atrevían a realizar travesías en esa época. Más sabiendo la devastación que la alianza del Norte había llevado a las tierras de Kelthist. No era seguro, y ahora, el saqueo del puerto llevado a cabo por el salvaje ejército de Angh había dado la razón a los más desconfiados.
Unos pasos tras ella anunciaron la presencia de Sasya. La Señora de Angh se había reunido con ellos en el improvisado puerto del Siral, y había traído consigo noticias del norte, del este y del sur. La ofensiva, tanto tiempo planeada, no había salido tan bien como habían esperado. Ahora, su nueva misión se encontraba en el oeste, en aquella isla donde el ejército de Bren Tornya había sido rechazado hacía pocos días, mientras ellos arrasaban con furia la capital del reino. Pero debían confiar que aquellos barcos sin bandera les abrieran el paso de la bahía, aquél que sus aliados habían encontrado cerrado.
- Los barcos de Angh estarán llegando en estos momentos al puerto de Tharlond - dijo Sasya, mientras se apoyaba en la baranda del barco. Sus cabellos de cobre ondeaban al viento, mientras miraba tras ella la flota que los seguía.
- Así debe ser - respondió Adanha entonces - Kranhe deberá darse prisa en llegar con el vampiro a Semre’en. Aunque no daría gran cosa por su vida...
- Es una raza extraña pero fuerte, quien sabe…
- Fue feroz en la batalla. Eso es más de lo que muchos podrían decir. Si muere, habrá dado la vida por algo tan grande que ni él mismo alcanzaría a comprender. Habrá dado la vida por Angh.
Callaron un momento, escuchando el eterno rumor de las olas.
- Esta niebla es peligrosa - añadió Adanha al cabo de un rato.
- ¿Peligrosa? Esta niebla nos encubre a los ojos del enemigo… ¿o no es así?
- Los ojos del enemigo ven más allá de ella. Ya saben que venimos, y ahora temo que oculte al enemigo a nuestros ojos… - dejó flotando en el viento la última frase - Prepara tus arqueros, Sasya, por que ya están aquí.
Sasya miró a la Aenari, y sacudió la cabeza suavemente. Sabía que ella veía mucho más de lo que ningún otro podía ver, y no dudaba que tendría razón. Si había un peligro cerca, Adanha lo sabría. ¿Pero por qué no podía ser más clara? No lo pensó más y marchó a preparar a los arqueros. Sea lo que sea, pronto lo veré, se dijo a sí misma.
Adanha permaneció mirando el horizonte. Tras ellos, el resto de la flota parecía dividida. Los barcos que habían sido cargados en exceso quedaban rezagados, y eso no le gustaba en absoluto. “¡Maldita sea!”, pensó, “Si llegamos todos juntos a puerto, nos rodearán, y entonces sí que estaremos perdidos. Pero ellos han divido sus fuerzas, y todavía les sacamos ventaja en número… Quizás no sea tan malo después de todo que los barcos de Hanié hayan quedado rezagados”.
La niebla pareció rasgarse para dejar paso a una vela en el horizonte, seguida de otras muchas. Gritos de alerta resonaron de barco en barco, como un eco. Adanha se volvió para observar la reacción de Hanië. No la defraudó. Los ocho barcos de Hanié viraron, y se dirigieron a enfrentar directamente la embestida naval de la Alianza. Todavía tenían una oportunidad.
Mientras las flechas volaban de una flota a otra, grandes bolas de fuego surcaban el cielo en busca de un blanco en el agua. Pero la niebla los hacía lanzar a ciegas, y el poder de las catapultas de Blath Laidir se perdía en el agua salada.
Gritos de guerra resonaron en sus oídos, mientras veía acercarse el puerto. Cientos de orcos y hombres agitaban con furia sus armas, mientras clamaban por la sangre del enemigo, que casi podían sentir en sus labios. Muchos de ellos se lanzaron al agua, mientras lanzaban cientos de pasarelas de cuerda que aseguraban en cualquier punto del muelle, saliendo de los barcos como una riada, mientras una lluvia de flechas caía sobre ellos sin piedad alguna.
Los primeros orcos que habían llegado al muro fueron detenidos por cientos de balas de paja ardiendo que arrasaron y quemaron todo a su paso. Mientras, Sasya y sus arqueros buscaban puntos más elevados en las cumbres que rodeaban la ciudad. Una flecha certera surcó el cielo del amanecer, silbando hasta llegar a ellos, y encontrado reposo en el pecho de Sasya. Cayó de bruces, mientras se llevaba las manos al pecho, y luchaba por recobrar el aire.
Se incorporó lentamente, y sus ojos de miel observaron atónitos la flecha oscilante en su pecho, mientras sus labios entreabiertos luchaban por encontrar el aire que parecía escaparse a través de la herida, al mismo tiempo que la sangre que empezaba a cubrir por completo su vestido. No desistió. Con un gemido de dolor, partió la flecha, y volvió a ponerse en camino con dificultad. “Cuentan contigo”, pensó, “no puedes dejar de avanzar. No puedes dejar de responder…”
El ataque de fuego cesó y el ejército de Angh se reagrupó nuevamente. Las puertas de la ciudad se abrieron, y el ejército de Blath Laidir avanzó entre las filas de orcos y hombres sembrando el caos a su paso. Un gran batallón de enanos defendía las puertas, y junto a ellas, pronto se agolparon cientos de miembros cercenados.
No sería suficiente. Adanha espoleó a Belde, y avanzó sobre el enemigo, llevando consigo el terror y la muerte, insuflando en su ejército fuerzas renovadas. Desmontó de un salto, y sus llamas se alzaron frente a las puertas de la ciudad, mientras Aldil se bañaba en sangre.
Y mientras su espada danzaba al son de la muerte, Adanha buscaba a su enemigo con la mirada. Un elfo, vestido con la insignia de la Alianza se alzó ante ella, y no pudo más que sonreírle. Aldil destellaba en su mano, mientras la espada del elfo se cernía sobre ella. Paró el golpe con la espada, y el elfo se sintió confuso un instante, observando su sonrisa. Supo entonces que había alzado su espada contra alguien que estaba mucho más allá de su alcance, y que nada podía hacer para salvarse de la muerte.
Contempló la luz de Ishanna que se vislumbraba en los ojos de ella, oculta bajo el halo de maldad que cubría su mirada. Y tuvo un momento. Un momento para recordar a aquellos que había dejado tras las murallas de la ciudad. Un momento que le trajo la imagen dulce de su esposa, y la risa juguetona de sus hijos. Sólo fue un momento, justo antes de que la espada de la Aenari se deslizará fría entre su carne. Justo antes de sentir el dolor.
La cabeza del elfo cayó rodando a sus pies, mientras su sangre todavía caliente se deslizaba a través de Aldil, goteando levemente en el suelo. Alzó la mirada, y por fin lo descubrió en la lejanía. Y él la vio a ella, y pudo ver cómo la furia hacía arder el cuerpo del Aenari.
Ella rió entonces, mientras lo veía acercarse a través de la batalla. Se detuvo frente a ella, espada en mano, y sus miradas se enfrentaron durante un instante eterno, recordando quizás otros tiempos, perdidos en la memoria de ambos.
- Veo que quieres luchar contra mí. Edades incontables han pasado desde que partieras de Ishanna, el mal ha echado raíces en tu corazón y su crueldad es solo comparable a tu belleza - dijo Kielhe.
Ella permaneció en silencio, mientras el fragor de la batalla parecía apagarse tras el crepitar del fuego que ambos desprendían.
- Siempre tan amable - respondió con una sonrisa, mientras sus cabellos danzaban salvajes, ocultando sus ojos - Pero no quiero que te hagas falsas ilusiones, Kielhe. Sabes bien por qué estoy aquí, y la dulzura de tus palabras no evitará que la devastación de Navasane.
- Si es lo que quieres… Lucharemos entonces, pero Blath nunca será tuya – respondió Kielhe, avanzando con furia hacia ella.
Aldil y Orion brillaron al encontrarse, y lo celebraron con un gran estruendo que golpeó la isla en sus cimientos. La tierra tembló, y las olas se levantaron furiosas al ser despertadas de su letargo, mientras en el muelle, los dos Hijos de las Estrellas se batían en duelo.
La defensa de las puertas parecía a punto de caer, y por un momento el ejército de Angh se abalanzó sobre la ciudad. Pero sólo fue un momento, pues la bien armada caballería de Blath Laidir salió de la ciudad pasando por encima de los cadáveres que cubrían las puertas. La confusión reinó entonces entre los anghitas, obligados a retroceder de nuevo hacia el muelle.
Pero los arqueros de Sasya apostados en la cima lanzaron entonces cientos de flechas empenachadas de negro y rojo, que surcaron el aire ensañándose en hombres y bestias por igual. El relincho de los caballos heridos desgarró sus oídos, mientras hombres y orcos aprovechaban para acabar con los jinetes, desmembrando sus cuerpos en una sangrienta venganza. Ríos de sangre se deslizaron por la playa, para derramarse en el agua que lamía la orilla.
Barcos ardientes como teas iluminaban el horizonte teñido de rojo. La espuma de las olas que rompían en ellos llevaba consigo la sangre que caía de los barcos como una cascada. Hanië corría sobre la cubierta, ordenando otra vez el ataque de los arqueros apostados en ella. Cientos de flechas ardientes surcaban el aire sobre ella, en ambas direcciones.
- ¡A las velas! ¡Apuntad a las velas! – gritó con furia.
Y las velas de los barcos de Kelthist comenzaron a arder, cayendo implacables sobre la cubierta, prendiendo en su cubierta. Hanië sonrió entonces, pero su barco fue zarandeado con una fuerza indescriptible, mucho mayor que la fuerza de las olas. Paseó la mirada alrededor de sus barcos. Una extraña figura con forma femenina se alzó rápidamente golpeando uno de sus barcos, mientras arrastraba consigo a un infeliz que gritaba de terror mientras caía al agua. ¿Qué demonios…? Su mente pareció entumecerse con la duda… ¿Pero qué demonios era eso? Una mujer de cabellos rojos reía en el barco, y luego lo abandonó a la carrera, seguida por varios de los suyos, hasta su propio barco. Una gran explosión sacudió entonces el barco anghita, lanzando virutas y trozos de madera que se incrustaron en todos aquellos que se encontraban cerca.
Hanië cerró los ojos, mientras sentía como la llamarada de fuego la golpeaba con intensidad, y la lanzaba de espaldas por la borda. Cayó en el agua semi inconsciente, y mientras se hundía en la inmensidad del mar se aferraba sólo a una idea. Venganza. Venganza. Venganza. Abrió los ojos, y pudo ver cientos de cuerpos cayendo en la muerte profunda del agua. Algo pareció asirla de repente, y sintió bajo su pecho algo firme. “Venganza... “ – musitó. Y cayó en la inconsciencia.
La tierra tembló. Una gran sacudida aturdió a ambos ejércitos, mientras el sonido de los truenos parecía retumbar en el cielo repentinamente negro que cubría la isla. Enormes olas hirvientes, altas como montañas arrasaron la costa, llevándose consigo al retirarse cientos de cuerpos abrasados. Soldados de ambos ejércitos cayeron de rodillas, suplicando piedad frente a lo que creían un castigo divino. Y Adanha supo después que fue entonces cuando perdió la batalla.
Sasya, apostada en la cima del acantilado, fue alcanzada por las olas que barrían la bahía. Se volvió al sentir acercarse la enorme ola sobre ella, y el fuego hirviente que ésta traía consigo abrasó sus ojos, que se cerraron tarde al sentir el calor. El dolor lacerante que siguió la hizo caer de rodillas, incapaz de encontrar con sus manos ciegas un punto de apoyo que la retuviera en la colina, y la ola regresó nuevamente al mar, llevándose consigo el cuerpo roto en mil pedazos de la elfa.
Y ajenos a la devastación que causaban, Adanha y Kielhe combatían con furia, mientras el fuego de su propio poder incontrolado les alzaba del suelo, y sus espadas respondían a cada embate, sin descanso. Pero finalmente fueron alejados por una repentina ola de fuego, y quedaron mirándose mutuamente, con la respiración entrecortada.
- ¡Sabes tan bien como yo que nunca podrás vencerme! - dijo él, con una ira inmensa en la mirada.
- No lo sabes, Kielhe - sonrió ella, mientras su pecho subía y bajaba agitado, al compás de su respiración. El fuego que la envolvía daba a su piel un color dorado, y sus ojos parecían brillar más que nunca - Ambos fuimos concebidos como iguales en la mente de la Diosa… ¿Por qué habrías acaso de soñar que encierras más poder que yo?
Kielhe no respondió, y se lanzó al ataque siguiendo un loco impulso. Y ella respondió de igual manera, saliendo a su encuentro. El silencio expectante fue roto por el sordo retumbar que emitieron las espadas al cruzarse en el cielo, y la oscuridad pareció diluirse un instante, pues las espadas estallaron en el aire, emitiendo miles de destellos de luz cegadora.
Adanha se sintió arrastrada en el aire, y finalmente cayó de espaldas en el suelo. Sintió un dolor profundo en el costado derecho, pero no supo reconocerlo hasta después. Se levantó, y observó como los restos de Aldil caían entre el muro de llamas que ahora separaba a ambos ejércitos. Al otro lado, Kielhe daba órdenes de retirada, y Adanha se internó en la muralla de fuego, recogiendo con reverencia los fragmentos de Aldil.
Sus ojos violetas observaron la retirada del ejército enemigo, y las puertas de la ciudad se cerraron para ellos.
Se volvió entonces, ordenando el regreso, cuando sintió la sangre que corría a través del vestido. Había caído sobre una espada mellada, que se había incrustado en su cuerpo produciendo una herida bastante profunda. Suspiró. Todo había sido un desastre desde el principio, y ahora sólo quedaba regresar con las manos vacías. Pero volverían. Sabía que volverían, y entonces, tal vez, la hermosa ciudad que ahora se encerraba en sí misma como un caparazón de piedra, sería suya.
Los barcos fueron cargados de heridos rápidamente, y Adanha descubrió entre ellos a Sasya, con el rostro pálido y los ojos cerrados cubiertos de llagas supurantes.
- Llevadla a su camarote - ordenó - En seguida acudiré a atenderla.
“Malditos”, pensó, “Maldito seas Kielhe. Tu y todos los que te siguen conoceréis pronto el dolor, y será tan intenso que desearás haber muerto este día.”
Los barcos de Hanië permanecían extrañamente quietos en la lejanía, ahora que el mar había recuperado la calma. Pero eran pocos los que quedaban a flote. La ruina había sido total. Una barca se acercó remando veloz, y los soldados se encargaron de alzar a los heridos que habían conseguido rescatar de los naufragios. Hanië, inconsciente, fue depositada en una improvisada camilla. Se acercó a ella, y depositó un suave beso en su frente. Había estado a punto de morir ahogada, y su cuerpo, exhausto, no respondía. Su cuerpo descansaría junto al de Sasya, y mientras se la llevaban, Adanha arrancó de su cuerpo la espada mellada que hasta entonces permanecía clavada en ella. Sus ojos se nublaron con el dolor, y la sangre escapó a borbotones de la herida.
“Pronto. Pronto os llegará la hora de pagar. La muerte y el llanto anegarán estas tierras, y las montañas de Navasane se teñirán de rojo. Y buscareis la piedad en mi mano. Una piedad que no encontraréis, ni en la vida ni en la muerte”

© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

6 de marzo de 2012

El Castigo de Tylevost

Cientos de gaviotas aleteaban nerviosas alrededor del barco. Miró con cierto recelo la costa que por fin vislumbraba hacia el oeste, donde aparecía una delgada línea verde cortando el hasta ahora eterno azul del horizonte.
Estremecida por cierta sensación de presagio, acentuada quizás por el intenso viento que azotaba la costa, se abrazó a sí misma, intentando ajustar al mismo tiempo la capa negra que le servía de abrigo.
¿Cuántos días llevaban ya navegando, con las velas negras extendidas, intentando ganar tiempo al tiempo, y luchando contra el empuje del mar? Los días se habían fundido unos con otros, y el tiempo parecía haberse convertido en algo eterno y a la vez difuso en su mente.
Se volvió de pronto, y con paso rápido se dirigió a su camarote, buscando refugio frente a aquél viento salado. Cuando entró, el viento cesó de pronto, y agradeció la calma repentina, intensa en su sensación completamente opuesta.
Recordaba haber llegado a Tharlond. La ciudad, con sus comerciantes y su ajetreo casi cotidiano, la había abrumado. Había dejado los preparativos del viaje en manos de Hanië y Kranhe, y durante los días que permanecieron allí se había encerrado en su camarote, sin deseos de ver a nadie, esperando... Quizás fue entonces cuando empezó a perder la noción del tiempo.
Su encierro terminó un atardecer. Un atardecer como cualquier otro, cuando el sol enviaba sus últimos rayos, y las aguas de Tharlond parecían volverse rojas como la sangre. Pero en ese último atardecer, La Segunda Compañía de los Señores de Angh entró en la ciudad. Y mientras hombres y orcos, supervivientes de la aciaga batalla de Andagirth, eran embarcados, conversó largo y tendido con los capitanes de la Compañía. Las noticias que portaban eran desde luego poco alentadoras. La Alianza había conseguido derribar la resistencia de Angh, y no sólo eso, sino que además todos sus capitanes habían sido heridos de gravedad. Un gran deseo de venganza se apoderó entonces de ella. Su mirada se volvió un fuego intenso, mientras despedía a Andhain en cubierta. Un fuego de odio que no iba a ser contenido.
Venganza. Los gritos de las gaviotas se colaban por las rendijas de su camarote, y parecían gritos de dolor. Un repentino impulso la llevó a coger una silla y estrellarla con furia contra la pared, donde estalló haciéndose añicos.
Después, la voz de Kranhe llegó hasta ella. Habían llegado a Hamelond.
--------------------------------------------
- Mi Señora – dijo una voz a sus espaldas.
Adanha volvió el rostro y observó al hombre que permanecía apostado en el umbral de su camarote, pero no contestó. El hombre carraspeó levemente.
- El Señor Kranhe os manda decir que el Sîral pronto dejará de ser navegable, y que ha llegado el momento de desembarcar.
Volvió a mirar nuevamente por el ojo de buey del camarote.
- Decidle que estoy lista – contestó, con la mirada perdida en los lindes del bosque de Anvathar.
Sintió la puerta cerrarse tras ella una vez que el hombre se hubo marchado, y suspiró suavemente. Unas pocas leguas de viaje quedaban apenas, entre los árboles, ocultos de la luz del sol. Se puso nuevamente la capa, y salió del camarote sin mirar atrás.
La luz del sol hizo mella en sus ojos con cruel intensidad. Pudo ver que se encontraban en una curva del río, y en ambas orillas, playas pedregosas se extendían, ganándole terreno al bosque. Era el mejor sitio para desembarcar, y a Adanha le extrañaba que el enemigo no lo hubiera previsto.
El desembarco les llevaría varias horas. Provisiones y pertrechos eran cargados rápidamente en botes, que los llevaban hasta la orilla del río. No llevaban grandes armas de asalto, pues sabían que el desembarco de estas hubiera sido imposible. E imposible hubiera sido también guiarlas a través del bosque. Tampoco habían llevado animales de tiro. A excepción de los caballos que montaban los Capitanes de la Compañía, que no habían querido prescindir de sus cabalgaduras.
El sol comenzaba a ocultarse tras la línea lejana de Anvathar cuando por fin estuvieron preparados para reemprender la marcha. Una marcha silenciosa, apenas rota por el sonido apagado de las pisadas entre las hojas del bosque. Mientras la oscuridad crecía, Adanha no dejaba de dar vueltas a una pregunta que volvía una y otra vez de forma insistente a su mente. ¿Cómo conseguirían superar las escarpadas laderas, y las enormes murallas de Tylevost?
Cuando llegaron al claro en el que se alzaba majestuosa la ciudad, Adanha comprendió que no sería fácil hacerse con ella. Las escarpadas paredes parecían estar hechas de roca lisa en la distancia, y sobre ellas, imponentes murallas parecían elevarse hasta tocar el mismísimo cielo. Conscientes de que a esas alturas ya les habrían divisado en la lejanía, Adanha cabalgó a cielo abierto, explorando y calibrando las distintas posibilidades para la ascensión. Gritos de alarma resonaron en sus oídos mientras regresaba al linde del bosque, donde había dado orden de organizar el campamento. La noche cerrada cubría como un manto la ciudad, y ocultaba al enemigo en el bosque.
Permaneció despierta el resto de la noche, vigilando el cielo y el aire, y divisando la ciudad que mantenía sus luces apagadas, intentando ocultar su belleza al invasor. No serviría de nada, pensó. Tylevost amanecería envuelta en llamas, consumida por su fuego destructor.
- Y ahora – dijo en un susurro – Se darán cuenta de que ya no es Venganza. Es Castigo.
Apenas quedaban unas horas para el amanecer, y una niebla espesa comenzó a envolver el claro y el bosque. Las altas murallas desaparecieron ante sus ojos, cubiertas por un velo gris. Adanha sonrió. Era el momento.
- ¿Ha llegado la hora? – preguntó Hanië, apareciendo tras ella como un fantasma. La voz de la Elfa era de hielo, y Adanha sabía que la embargaba la misma ira destructora.
- Sí. Que se preparen. Atacaremos al amanecer – contestó sin mirarla. Hanië asintió con la cabeza y se dio la vuelta para marcharse, pero Adanha se giró y la retuvo un instante - Que no me miren – añadió simplemente mirándola intensamente. Y Hanië comprendió, sin tener que decir nada más.
El viento parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Un sonido lejano se percibió en la distancia, y parecía acercarse por momentos, incrementando su fuerza poco a poco. Después, un silencio de muerte.
Avanzaron lentamente por el llano, ocultos por la niebla y por el silencio. Como si la magia del Bosque del Silencio se hubiera adueñado del lugar de repente. Pero llegando casi a los pies de la pared de roca, una lluvia de flechas ardientes les sorprendió, dejando las primeras bajas.
Adanha iba a la cabeza, y avanzaba calmadamente, sin hacer el menor ruido, sin apresurarse, mientras murmuraba palabras incomprensibles. Los hombres a su alrededor escondían la mirada a su paso, mientras ella parecía no darse cuenta de lo que ocurría en torno a ella. Su vestido rojo ondeaba al viento, al compás de sus cabellos dorados, agitados por un viento misterioso que parecía no existir más que alrededor de la Estrella. Mas pobre de aquél que hubiera osado siquiera enfrentar su mirada, pues el fuego hubiera consumido su alma para siempre.
Y cuando llegó al pie de la montaña, se detuvo y alzó su voz en un grito que hizo temblar las piedras, y llenó de temor al enemigo. Y levantando las manos, dijo con poderosa voz:
“Tú, que eres el bosque oscuro y tenebroso, árbol, hoja, musgo y raíces.
Tú, que eres el agua que corre en los ríos, arroyo de la montaña que canta la vida.
Tú, que eres el sol que calienta la piel; tú, qué eres la nube que riega la tormenta”
Y mientras repetía lentamente las palabras, su poder iba escapando poco a poco, para convertirse en bosque, agua, sol… Y de la roca viva nacieron miles de enredaderas, que fueron poco a poco trepando por la pared en busca de las altas cumbres ocultas por la niebla. Detrás de ella, los Capitanes de Angh sonreían, pues sabían ahora qué era lo que la Estrella había estado planeando todo aquel tiempo. Y ahora, un sabor amargo y dulce a la vez les inundaba. El sabor de la sangre.
A partir de ese momento, todo se sucedió rápidamente. Orcos y hombres, aferrados a las enredaderas, treparon por los muros y las murallas, mientras los incrédulos ojos de los soldados de la Alianza apenas podían reaccionar ante lo que veían. Intentaron cortar las ramas que se aferraban a las piedras, pero por cada una que cortaban, cientos de ellas volvían a aparecer en su lugar. Los primeros hombres aparecieron tras las murallas, y ya no pudieron hacer nada.
Afanándose sobre una de las ramas aferrada a una roca, el hombre intentaba por todos los medios arrancarla de la pared de la muralla cortándola con un hacha. Sus rubios cabellos empapados en sudor caían sobre sus ojos, mientras su mirada se concentraba en el punto en el que la planta parecía más débil. Un reguero de sangre corrió por su túnica y bajo hasta su mano, y lo miró sorprendido. Se quedó un segundo inmóvil, y abrió la mano lentamente, dejando caer el hacha, que pareció planear un segundo hasta los pies de la muralla. Sin saber qué hacer, sin poder dejar de mirar su mano empapada en sangre, el hombre levantó el otro brazo, y se tocó la frente, sintiéndola húmeda. Un brillo de comprensión apareció en sus ojos, antes de caer de rodillas sabiéndose muerto.
Tras él, un joven miraba al hombre caído. Lejos, en el Norte, se hallaban las tierras de donde provenía el joven de cabellos oscuros y ojos negros como el carbón. Recordaba una batalla lejana, donde las llanuras se estremecen antes de llegar a las montañas. Andagirth, dónde tantos habían muerto. Donde su padre, gran capitán de la Segunda Compañía de Angh, había perecido acuchillado cientos de veces.
“Todavía eres un niño”, le había dicho su padre antes de partir, ante la insistencia de él a incorporarse al ejército, “tendrás tiempo de participar en las más grandes batallas, de engrandecer a Angh con la sangre del enemigo derramada. Pero no todavía.”
Él había llorado y suplicado. Y su padre, acariciando sus cabellos, sonrió. “Cuando vuelva, hablaremos de nuevo de todo esto”. Y se marchó. Nunca cumplió su promesa. Aquellos que ahora se resguardaban tras gruesos muros, aquellos que luchaban ahora por defender su ciudad de la devastación, lo habían impedido.
Ahora miraba el cuerpo inerte de aquél que había caído sin saberlo, con la cabeza abierta y el yelmo roto. Un fuerte golpe había quebrado toda ilusión y todo esfuerzo, y la vida se había escapado de él corriendo alegremente como un río desciende la montaña. Se acercó hasta el hombre, y con un golpe certero, le cortó la cabeza, y la dejó caer tras la muralla. “Esto es en tu honor, Padre”.
El mediodía desvaneció los últimos jirones de niebla, y descubrió a los pies de las murallas de Tylevost miles de cabezas horriblemente desfiguradas, surgiendo como horribles flores rojas entre las rocas y las plantas. Apostados en las murallas, figuras descabezadas vertían sangre, tiñendo las murallas de rojo.
Confiados casi por completo en una ciudad que consideraban inexpugnable, las defensas se rompieron rápidamente. Arrasados como hojas arrastradas por el viento, los soldados de la Alianza pronto conocieron el salvaje furor de las hordas de Angh. Y tras ellos, el poder sobrenatural que la Estrella, si cabe más salvaje todavía.
Adanha observó las calles destrozadas, y respiró fuerte aspirando el olor de la sangre y la muerte. El Castigo había llegado. Su poder de fuego se derramó y asoló las calles, incendiando todo a su paso. Figuras de Altos Reyes de Kelthist yacían en el suelo, rotas en mil pedazos. Tylevost ardía. Sus oídos se llenaron de gritos de terror. A lo lejos, el llanto de un bebé se alzó estridente por sobre cualquier otro sonido, y el silencio repentino que le siguió fue la única evidencia de su cruel final. Gemidos y súplicas no tenían sentido para aquellos que dispensaban la Muerte.
Muchos lograron salvarse, pues la Alianza escondía túneles secretos de evacuación. No importaba. El Castigo había sido cumplido. Cuando todo acabó, Tylevost se había convertido en un enorme cementerio esculpido en roca.
Kranhe, con las ropas tintas en sangre, se acercó hasta ella.
- Todo ha concluido – dijo, mientras ambos miraban por encima de los muros la devastación de la ciudad – Apenas hemos sufrido bajas, pero Faeryôl ha caído atravesado por muchas flechas. No sabemos si sobrevivirá… ni sabemos como atender a uno de su especie.
- Dadle sangre viva – sentenció ella – Los desdichados moribundos de Kelthist servirán para hacer revivir al vampiro de Angh.
Kranhe asintió, y se dio la vuelta para marcharse. Luego pareció dudar.
- Te miré – afirmó por fin, algo confuso.
Ella se dio la vuelta y lo miró sonriendo, pero no dijo nada. Paseó su mirada por última vez sobre la ciudad en llamas, y siguió al hombre.

© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

Translate