La Creación

Y primero la Vida despertó, y dijo: "He aquí el lugar donde he de crear". Y al volver el rostro observó a su hermano, la Muerte. Y él le respondió: "Pero todo lo creado ha de tener un final"

26 de mayo de 2012

La Venganza en la Isla de la Media Luna

Cuando vine a este mundo, no pude imaginar el dolor que iba a padecer. Quizás si me hubieran dado la posibilidad de elegir, hubiera elegido simplemente no nacer. Permanecer en ese limbo extraño en el que deben permanecer los hombres, si es que existe como dicen, con el inusual don que la Diosa nos ha concedido.
Por eso, no contaré una historia que habla de tiempos en los que fui feliz, en las verdes praderas que ocultan las montañas que rodean Navasane. Cientos de historias felices han sido contadas ya, y seguirán siendo contadas a través de las Edades del tiempo. Pero todas las historias felices tienen un final. Y el final de los tiempos de paz llegó a la Isla de Media Luna con dolor y muerte.
Y para mi historia, de un día no muy lejano, en el que las verdes praderas se mancharon de sangre. Sangre, dolor y muerte.
Quizás deba presentarme primero. Mi nombre es Rindil. Y sin contar mucho acerca de mi vida, puedo deciros sin embargo que pertenezco a la Guardia Real de Blath Laidir, de la cual mi padre es uno de sus capitanes más queridos.
Siempre le admiré. Cuando niño, podía observarle durante horas mientras llevaba a cabo la instrucción de nuevos soldados, o cuando vestía sus ropas de gala, con aquella brillante cota de malla y los símbolos de las Golondrinas bordados en el manto. Siempre quise seguir sus pasos. Apenas contaba quince años cuando conseguí entrar en la Guardia Real de la Ciudad, y desde entonces he seguido su estela, arriesgándome en las misiones más difíciles para conseguir ser el mejor a sus ojos. Ahora puedo decir que lo he conseguido.
La historia comienza con un amanecer. Un amanecer que ahora parece como una pesadilla lejana. Aquel aciago amanecer en el que las tropas anghitas intentaron tomar La Bella, La Hermosa Ciudad de Mithril. La ciudad de Blath Laidir. Infranqueable y hermosa, escondida entre las rocas, la ciudad no cedió a los embates de la furia de las Damas de Angh. Caro pagaron el precio de su atrevimiento, y al anochecer, los barcos anghitas volvían a desaparecer en el horizonte, camino del estrecho de Idril. Para no volver nunca, pensé en aquel momento. Y cuánto me equivocaba.
Me encontraba entre los cientos de cuerpos mutilados apilados a las puertas de la ciudad cuando mi destino cayó sobre mí, aunque yo entonces no lo sabía… Sequé el sudor de mi frente con un trozo de mi manto desgarrado, mientras con la mano derecha sujetaba la pierna de otro menos afortunado que yo, intentando arrastrarlo a través de los cadáveres. Cuanto me equivoqué también en eso…
- ¡Rindil! – la voz de mi padre llegó desde lejos, a través del murmullo incesante que inundaba la ciudad. Solté la pierna del cuerpo que arrastraba con desgana, la cual cayó golpeando el cadáver que había debajo - ¡Rindil!
- ¡Estoy aquí padre! – grité, intentando hacer oír mi voz por encima del zumbido de las moscas. Me miró a lo lejos, y sonrió, y su sonrisa suavizó los años que curtían su rostro. Nunca olvidaré aquella sonrisa.
- Estas aquí – dijo al tiempo que llegaba hasta mí, y el alivio de saberme vivo era patente en su voz. Me abrazó, y casi sentí que me derrumbaba entre sus brazos, mientras luchaba por contener las lágrimas, emocionado con el reencuentro tras la batalla. Esa batalla en la que ambos pudimos haber muerto… Se separó de mí y me miró con ojos húmedos – Me alegro de verte, hijo.
- Yo también me alegro de veros, padre – dije, después de aclararme un poco la garganta. Entonces me fijé en la venda que cubría su brazo y parte del hombro derecho, y comprendí realmente lo afortunado que era. Pero no quise que supiera cuánto me afectaba… y sólo pude añadir una frase que sonó torpe y hueca en mis oídos – Ha sido una gran batalla…
Los ojos de mi padre se oscurecieron, mirando tras de mí los cadáveres que esperaban sepultura.
- Eso debe ser… - dijo – Pero ahora deja eso. Tengo una misión para ti…
Miré hacia atrás un segundo, y agradecí alejarme de aquella enorme tumba.
- La flota de Angh se aleja – decía mi padre – Y la ciudad se encuentra a salvo. Pero los generales de la ciudad parecen temer un contraataque en otro punto de la isla. Han solicitado que enviemos vigías a ciertos puntos que les parecen peligrosos, en previsión del riesgo de que en un desembarco en otro punto lleguen a alguno de los pueblos de Navasane.
- Pero padre… ¡eso es imposible! – exclamé indignado - ¿Dónde podrían desembarcar y evitar la cadena de montañas que protege la isla?
- Hay cierto puntos que no conoces Rindil, que si bien son de difícil acceso, podrían ser atravesados por un grupo no muy numeroso. No creo que lo intenten. Tomar Blath Laidir llegando desde allí no creo que sea factible. Pero los generales no opinan como yo, y temen un acercamiento por esa zona. Es por eso que deseo confiarte esta misión, hijo mío.
No tuvo que añadir nada más. Mi padre intentaba alejarme de la batalla nuevamente. Tenía miedo, y he de reconocer que yo también lo tenía. Había sido mi primera batalla, y ni siquiera se acercaba a la gloria que yo había imaginado. Sólo había muerte y dolor, y la gloria era un mito fabricado para engañar a los niños. Un mito que yo había creído.
Miré a mi padre a los ojos, y asentí con la cabeza. No sentí vergüenza por querer aferrarme a la vida un poco más. Y había luchado con fiereza en la batalla. Sentí que merecía la oportunidad del descanso que esta misión, que tanto mi padre como yo veíamos como segura, me ofrecía.
Las estrellas no salieron aquella noche, quizás guardando luto en la distancia. Recorrí las verdes llanuras montado sobre mi fiel alazán. Tras de mí, a muy poca distancia, Thaled me seguía espoleando a su hermosa yegua.
Cuando nos conocimos, Thaled y yo apenas contábamos con cinco años. Recuerdo que sus padres vinieron de visita, y yo le ví a lo lejos sentado en el patio acompañado de mi aya. Se acercó a mí, y carita infantil parecía casi cómica en su solemnidad. De pie frente a mi, ví la pequeña espada de madera que llevaba en la mano, y deseé con todas mis fuerzas tener una igual que esa… Thaled me dio su espada, y luego se sentó junto a mí con una sonrisa. Desde entonces somos amigos. Y ahora sé que jamás nada podrá separarnos.
Reímos mientras las leguas quedaban atrás, como siempre metidos en una competición amistosa por llegar primero. Las luces del poblado señalaban nuestra meta, cerca de un punto de la costa accesible que mi padre me había indicado. Pasamos de largo, y acampamos al amparo de los árboles, sin encender hoguera alguna, pues no queríamos que nadie supiera de nuestra presencia allí. Y mientras uno dormitaba, el otro montaba guardia, atento a cualquier sonido sospechoso que el mar pudiera traernos. Nada pasó.
Y mi destino se cumplió con un nuevo amanecer. Un amanecer que nos sorprendió en su belleza, de intensa tonalidad violeta y anaranjada. Sonreímos sobrecogidos por el espectáculo inusual.
- ¿Una señal de esperanza? – pregunté - ¿Significará esto que algún día volverá la paz a nuestra tierra?
- Puedes creer que la misma Diosa ha imaginado esta combinación de colores como señal para tus torpes ojos, Rindil – rió Thaled, siempre más realista – Pero esta guerra no ha hecho más que empezar.
Se dio la vuelta para mirarme, y su mirada pareció congelarse en un punto indefinido detrás de mí. Abrió la boca para decir algo, pero no emitió sonido alguno...
- ¿Thaled? – mi voz era un susurro ahogado – Thaled, dime algo… ¿Qué te ocurre?
Su rostro parecía grabado en piedra. Tendí la mano hacia el, y la retiré de golpe. Dos lágrimas de sangre brotaron de sus ojos, surcando sus mejillas, mientras de sus labios surgía un leve sonido a borboteo que culminó en un reguero de sangre que cayó a mis pies.
- ¡Thaled! – grité, presa de la incredulidad y del miedo. Entonces sentí la punzada de dolor en mi espalda y caí de bruces en la hierba, incapaz de mover un solo músculo, ni de pronunciar palabra alguna. Pero mi mente seguía despierta. Y mis ojos podían ver… Esa era mi condena.
Thaled se convulsionaba presa de frenéticos espasmos, y finalmente cayó de rodillas frente a mí. Quise cerrar los ojos. No ver su agonía. No sentir la mía. Pero mis párpados no respondieron. Entonces comprendí la señal. A lo lejos se acercaba una mujer, como una aparición acariciada por el viento. Sentí el poder que emanaba de ella, mientras sus pies descalzos acariciaban la hierba, y su vestido negro se elevaba al cielo dejando entrever sus piernas. Un peto negro tallado de rojo apenas cubría la blancura de su pecho. Sus cabellos dorados parecían alzarse salvajes como una corona viva. Pero fueron sus ojos los que le ayudaron a comprender. Sus ojos violetas, con aquellos matices anaranjados del fuego que ardía dentro de ella.
Nunca vio imagen más bella que aquella mujer. Ojala nunca hubiera llegado a verla. Pues aquella era la Estrella de Angh, y su poder había hecho frente al mismísimo Señor de Blath Laidir.
Se acercó a ellos con una sonrisa, y tras ella llegaron un grupo de hombres, al parecer al mando de un hombre curtido, alto, de ojos negros y cabellos castaños. Parecía asombrado, mientras observaba cómo la mujer se arrodillaba ante Thaled, observándolo con curiosidad. Uno de sus delicados dedos acarició la mejilla de mi amigo, tomando una gota de sangre, y para mi sorpresa se la llevó a los labios, saboreándola.
- Saluda a Ades de mi parte – dijo, con voz dulce. Y entonces Thaled cayó de bruces también a mi lado, y la sangre inundo la pradera, que se tiñó de rojo.
- Deberíamos seguir, Dama Shanadae – dijo el hombre que parecía estar al mando. Y mi mente repitió “Shanadae”. - ¿Qué hacemos con este? – añadió señalándome.
Un aroma a flores salvajes inundó mi mente cuando ella se acercó a mí y me miró a los ojos. Intenté decirle que acabara conmigo de una vez, que ya había sido suficiente el dolor… Quería morir. Quería la paz.
Ella en cambio rió, y acarició mis lágrimas. Lágrimas que yo no había sentido brotar.
- No ha sido suficiente – dijo entonces – Tú serás mi enviado para Kielhe. La flecha en tu espalda te mantendrá inmovilizado, al menos hasta que yo lo desee… - se levantó y se dirigió al hombre de ojos negros – Tráelo con nosotros, Arham. Él será testigo de nuestra venganza.
Comprendí entonces la crueldad inmensa que se ocultaba bajo aquella belleza sobrenatural. El hombre llamado Arham me agarró de una pierna, y me arrastró tras él cuando reemprendieron la marcha, siguiendo a la Aenari. Recordé entonces la pila de cadáveres que había dejado en las puertas de Blath Laidir. Recordé cómo había arrastrado yo otros hombres de manera similar, y lo mucho que me repugnaba aquella tarea. Pero yo aún no era un cadáver. Quería gritar que estaba vivo. Encerrado en mí mismo, deseaba llorar, gritar de dolor, desahogar la pena que sentía… Pero era inútil. Un reguero de sangre que sabía que era mía nos seguía también. Sentía como mi rostro y mis manos se iban despellejando por el roce de la tierra y las piedras, y no podía hacer nada.
Nos detuvimos apenas a unos metros del poblado que todavía dormía, y sentaron mi cuerpo a los pies de un árbol. La sangre que goteaba de mi rostro destrozado caía sobre los restos de mis manos, mientras mis ojos no podían dejar de mirar el poblado. Un poblado condenado a muerte.
- Es vuestro momento, caballeros – dijo Shanadae entonces.
No describiré aquel tormento. No tengo palabras aún para describir la salvaje atrocidad que aquellos desalmados llevaron a cabo entonces. Primero fueron los gritos. Los llantos. No pude ver nada, salvo sentir el pánico que se fue apoderando de los habitantes del pueblo. Unas campanas sonaron a lo lejos, pidiendo ayuda. Pero a pesar del alivio que sentí entonces, supe que cuando llegara la ayuda ya sería tarde para ellos.
Una mujer joven salió corriendo de una de las casas, con un bebé en brazos, y el vestido desgarrado y manchado de sangre. Lloraba y corría, trastabillando y mirando atrás. Me miró, y un gritó agudo escapó de su garganta. Sus ojos eran presas del pánico, pero también de una firme determinación. Salvar a su hijo. Intenté infundirle fuerzas, a pesar de mi silencio eterno. Pero no llegó muy lejos. Arham apareció delante de ella, y sujetó sus cabellos elevando su rostro al cielo. Deslizó una daga por el cuello de la joven, que se abrió como una fuente dejando escapar una cascada de sangre. El llanto del bebé al caer al suelo entre los brazos de su madre fue el único sonido que acompañó su muerte como una tétrica elegía.
Y mientras poco a poco las calles fueron convertidas en ríos rojos surcados de cuerpos inertes, el silencio se fue adueñando del pueblo. Un silencio que sabía a muerte.
El sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra ahora roja precedió a la llegada de la ayuda. Shanadae se acercó a mí nuevamente, y se arrodillo junto a mi cuerpo maltrecho.
- ¿Ves ahora? A partir de ahora podrás sentir, y hablar… – susurró – Y este es legado de muerte que debes contar a tu Señor. La carne anghita se paga a un alto precio. Dile que lo recuerde hoy cuando regrese de su matanza.
Y el dolor me inundó entonces. Ese dolor que llevaba guardado dentro de mí, en mi rostro, en mis manos, en mi espalda, y sobre todo, el dolor del alma por la muerte de Thaled. Y grité, lloré, gemí… mientras los soldados de la Guardia luchaban cuerpo a cuerpo contra los invasores. Mientras Shanadae avanzaba orgullosa ante ellos, sembrando la muerte con su espada y con sus ojos de amanecer.
Una flecha lejana alcanzó entonces a la Aenari, seguida de otras más. Pude ver cómo se detenía un momento, mientras observaba incrédula la flecha clavada en su pecho, acompañada por otras alojadas en su pierna y en su hombro derecho. Las rompió con furia, y ordenó la retirada, sin dejar por ello de clavar su espada en el vientre de un soldado que se encontraba frente a ella antes de caer inconsciente por la gravedad de sus heridas.
Arham llegó hasta ella, y de una herida abierta en su frente caía un reguero de sangre. Tomando la frágil figura de Shanadae sobre sus hombros, se alejó del campo de batalla.
Y llegamos entonces al final de mi historia. Conseguí cerrar los ojos, y comprendí después que el dolor me había dejado inconsciente. Cuando desperté, apenas con un hilo de vida, los ojos de mi padre inundados de lágrimas me miraban incrédulos.
- Este es el legado de muerte que debes contar a tu Señor – le dije - La carne anghita se paga a un alto precio.
Mi padre se hundió en el llanto, mientras mi cuerpo sucumbía sin una despedida. Incluso mis últimas palabras habían estado guiadas por aquella hechicera maldita, destinadas al Señor de Blath Laidir. Pero por fin llegó la paz.
La muerte me llevó entonces por las insondables galerías de muerte de Ades. Ahora se que Thaled y yo estaremos juntos más allá de La Muerte, pues se sienta a mi lado con una sonrisa, mientras yo cuento la historia de nuestro dolor y tormento.
Mas nos han dicho que hemos de esperar al día en que se vea cumplido el destino de Shanadae. Muchos otros esperan con nosotros, y no tenemos prisa. No me importa esperar, pues se que Thaled y yo esperaremos siempre juntos. Hasta el día en el que el Don de la Diosa llegue hasta nosotros.

7 de mayo de 2012

Elerthe, una tierra de montañas, bosques y prados

¡Saludos Viajeros!

Hace tiempo que no creábamos una nueva entrada en el blog. Espero que nos sepáis perdonar pero estamos de lleno en la recta final del libro Sangre de Hermanos. Sin embargo, ya tocaba. Y, para esta nueva entrada, hemos decidido presentar oficialmente Elerthe, la tierra donde se desarrolla el libro. Aunque en la sección de páginas hay un esbozo de Elerthe, hoy vamos a contaros un poco más de ella.

Elerthe ya es como nuestra comarca particular, es nuestro hogar, nuestra casa. ¡Hemos desarrollado tantas cosas en este lugar que ya no concebimos nuestras vidas sin ella! La primera vez que pusimos un pie en este lugar fue hace muchos años (¡ya cinco!) pero entonces recibía otro nombre.

El nombre proviene de la raíz Ele- "Equilibrio" y -erthe "tierra, país, región". Elerthe, el País del Equilibrio. Es un lugar donde a todos os gustaría vivir, al menos a los que os guste la naturaleza, los grandes bosques de árboles impresionantes y las extensas praderas de hierba verde y fresca. Se halla en el borde oriental del Gran Bosque Elthalûare que gobierna el noroeste de Aranorth.

De este a oeste tiene algo más de 100 millas de distancia aproximadamente (1 milla= 1,6Km) y está bañada por el Mar Escarlata, un mar interior que supone el límite entre el Gran Bosque del Norte y el Gran Desierto del sur.

La capital es Aleneltê y se halla situada en el borde occidental de Elerthe, a la sombra de las Montañas Blancas, una extensa cadena montañosa.

Aquí hay una descripción completa de Elerthe: Mapas de Aranorth

Estamos preparando una serie de viajes a este país tan especial, ¿quién se apunta este verano a venirse de vacaciones a Elerthe?

¡Saludos!


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