Dos días habían permanecido apostados a las puertas de Avaram. Dos días de incertidumbre y extrañeza. Los enormes muros negros de la ciudad parecían elevarse cual montañas ante sus ojos, y la sombra que la cubría apenas mitigaba su imponente presencia. Pero ya todo había concluido, y lo que proyectaba no era más que un eco dolorido del poder que emanara dos días antes.
Ante la ciudad, se abría una explanada artificial, apenas estorbada aquí y allá por tocones de diversos tamaños; recuerdos enmohecidos de lo que antaño fueran árboles, nobles y esbeltos. No parecía haber importado en nada a aquellos quienes segaron su vida. Y nada importaba a quienes los observaban ahora. Entre ellos, la tierra había tornado sus matices dorados con la textura roja de la sangre que se filtraba en cada grieta y en cada brizna de hierba.
Quizás la tierra roja era lo primero que se observaba al mirar el lugar devastado. Pero los ojos pronto se acostumbraban al color, para descubrir después el susurro de los muertos. Cientos de cadáveres yacían en posturas imposibles, desperdigados, mientras el viento movía sus ropas y sus cabellos empapados en sangre. Miles de ojos miraban al vacío, al cielo encapotado, o al cadáver más cercano, con esa mirada muerta, incrédula, con el dolor atravesado en diminutas pupilas negras. Quién sabe qué pensamientos poblaron aquellas mentes durante su último estertor; sería un secreto entre ellos y la Diosa, la Dadora de Vida, la Juzgadora última de su obra y su pensamiento.
Adanha bajó la mirada pues sus pensamientos fueron turbados repentinamente por algo que asió suavemente su tobillo. La muerte no era piadosa a veces, pensó. A sus pies, un hombre yacía atravesado por muchas flechas empenachadas de rojo y negro. Sus labios, otrora carnosos, quizás sonrientes, estaban teñidos de azul, pues el veneno estaba haciendo su efecto. La elegante y delicada librea con la oscura figura del cuervo apenas se distinguía entre jirones, sangre y vísceras; aunque Adanha sabía al observar sus heridas, que estas últimas no eran suyas, sino de algún otro cadáver más afortunado.
Se puso de cuclillas y observó al hombre a los ojos. Rubios cabellos, ahora apagados en un tenue tono ceniza y unos ojos azules de incomparable belleza, ahora cegados por la negrura infinita de la muerte cercana. Y el dolor. El hombre la miraba, y algo en sus ojos cambió el semblante de ella. Pues pudo ver que en la muerte, aquel soldado del Condado de Bren Tornya, no tenía miedo sino esperanza. “Maldita sea!”, murmuró, pues era presa de una sensación que hacía mucho tiempo se había dormido en ella para siempre. El hombre tosió y un pequeño reguero de sangre se deslizó por la comisura de sus labios. Ella se rindió. Deslizó su mano derecha hacia la pequeña daga que llevaba enfundada en una especie de brazalete. El brillo apagado de la daga se deslizó a través de la carne, y se hundió en el corazón del hombre que respondió con una sonrisa de dientes ensangrentados. No hizo falta más; Adanha acarició su frente un segundo, y cerró los ojos del hombre muerto, pues no era capaz de soportar su mirada...
Se levantó y se dirigió a su tienda, acariciando el hombro herido, e intentando no recordar aquellos ojos. Su mente vagó entonces por el tiempo. Aquella batalla que había dejado los campos ensangrentados. Recordó cómo habían llegado a Avaram; el ruido de pisadas había quedado atrapado en el Bosque del Susurro. Al principio, mil trasgos vociferantes habían llegado finalmente silenciosos, pues sus voces quedaban atrapadas en la magia del bosque, y aquello escapaba a su limitado entendimiento. Hombres de miradas torvas y engalanados con negros ropajes avanzaron tras los trasgos con paso seguro a través del espeso follaje. Y precediendo la comitiva, casi cien ogros armados con hachas y machetes, abrieron camino entre los árboles.
Adanha cabalgaba tras todos ellos, sumida en pensamientos sombríos. Sus ojos de color violeta intenso miraron sin ver el camino, y su rostro sólo reflejó una firme determinación. A su derecha, Hanié cabalgaba erguida, con sus hermosas trenzas negras salpicadas de diamantes ondeando al viento, cual gotas de rocío sobre su cabello. A su izquierda, Kranhe, de porte impresionante con su armadura negra y su caballo negro. Podía vislumbrar el brillo de sus ojos a través del yelmo, como un haz de luz ante la sombra de los árboles. No había palabras. Nada que decir.
El amanecer llegó, y la penumbra de los árboles dio lugar a una hermosa inundación de luz. Los primeros rayos de sol cegaron sus ojos, y el sonido de los tambores atravesó la planicie para llegar ante los muros de la ciudad. Los portaestandartes alzaron al cielo los altos pendones negros bordados con la llama roja. Y el sonido de las trompetas acompañó su danza al viento. Adanha espoleó su caballo, y los capitanes de los Señores de Angh avanzaron entre las columnas alineadas de su ejército.
Sobre las murallas, los soldados del Condado de Bren Tornya miraban incrédulos pero desafiantes el despliegue del ejército enemigo. Entonces la voz de Adanha atronó la ciudad, y se alzó sobre los muros.
—¡Oid el mensaje de los Señores de Angh! Amos de Aranorth desde tiempos remotos, no toleraremos reto alguno ni soberanía fingida sobre estas tierras. El bosque es nuestro, y sin duda la ciudad lo será también. Salid y defendedlo si encontráis entre vosotros alguien con el coraje suficiente. O salvad lo que podáis y huid. Pues la muerte ha venido a buscaros, y no se marchará sino con las manos teñidas de vuestra sangre.
El silencio siguió a sus palabras. No hubo más respuesta que el rostro a veces dudoso, otrora sarcástico, de los soldados apostados en los muros. Adanha rió entonces. Y su risa se elevó como una premonición sobre ellos. “Entiendo”, dijo. Dio la vuelta seguida de los suyos, para preparar la acometida.
Pero no esperaba una defensa tan fuerte. Las puertas de Avaram se abrieron de par en par al anochecer y una riada de soldados engalanados con el emblema del cuervo avanzó hacia ellos cogiendo desprevenida la primera línea del ejército de Angh. Cientos de trasgos perecieron bajo los últimos rayos del sol poniente. Algunos de ellos ni siquiera lograron desenvainar sus armas.
Kranhe permanecía firme mientras su hacha cercenaba y mutilaba sin piedad alguna, adelantando a sus hombres a duras penas hacia los muros de la ciudad. Tras ellos, cientos de elfos comandados por Hanié lanzaban miles de flechas empenachadas de rojo y negro, mientras su fiera loba Danhab arrancaba de cuajo la cabeza de un hombre que había osado acercarse demasiado a su ama.
Pero Adanha sentía peligrar la primera línea de su ataque, y dirigió hacia allí la furia de su embestida. A lomos de su caballo, su espada Aldil oscilaba a cada lado, arrollando a todo enemigo que encontraba a su paso. Desmontó al frente del ejército, mientras éste dudaba, y retrocedía ante la furia del ataque enemigo. Una flecha dio en el blanco entonces. La piel blanca de su hombro cedió paso a la sangre, y ella apenas se giró para romperla y arrancarla después de golpe. Un débil gemido escapó de sus labios; nadie lo oyó. Rasgó su capa del color azul noche, y vendó torpemente la herida. Su mirada, de furia y fuego, se dirigió entonces a los suyos:
—¡Avanzad malditos, avanzad! —gritó—. ¿Creéis acaso que escapar de esta batalla os permitirá vivir un segundo más de lo que yo disponga? ¡Avanzad, o conoceréis una muerte tan lenta y atroz que desearéis haber muerto en este maldito páramo! ¡Matad o morid malditos!
Mientras su voz se alzaba sobre ellos, Adanha luchaba con furia mientras miraba sonriente como la sangre teñía el destello cobrizo de Aldil. Los trasgos avanzaron. Cayendo y muriendo. Arrasando y matando. Miles de flechas tapaban ocultaban la luz de las estrellas y la luna, y el sonido de las armas apenas apagaba el susurro de los moribundos...
Dos días habían pasado apostados bajo los muros de Avaram. Dos días de incertidumbre y extrañeza. Pero la victoria había sido suya, a pesar del alto precio. Finalmente el ejército enemigo había cedido, superado en número y odio, y había corrido a ocultarse tras los negros muros de piedra y sombra.
Y ahora... Ahora Adanha sólo recordaba unos ojos azules, y una tierra tinta en sangre.
© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
Y ahora... Ahora Adanha sólo recordaba unos ojos azules, y una tierra tinta en sangre.
© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
Este relato no lo había leido. Pero me ha gustado mucho. En particular la lucha entre Adanha y la Nihte, ¡un auténtico duelo de titanes! Si es que si hay algo que puede detener a un Naedre o a un Nihte es sin duda un Aerani!
ResponderEliminarBueno, el anterior comentario era de Sergio jaja
ResponderEliminarAh para los visitantes, éste es el primer relato atemporal ambientado en Erthara. Aunque ya os habréis dado cuenta ¿no? ;)
ResponderEliminarResulto repetitiva, lo sé, pero ¿qué puedo decir que suene a novedad, si lo que me hacen sentir vuestros relatos sigue siendo el mismo deleite de siempre?
ResponderEliminarQue me ha encantado, jolines!!!