Quinientas
hojas de resplandor
Ancestral espíritu guardián
del bosque de los árboles de fuego,
junto con el guerrero acude a luchar.
Gracias a la doncella,
el encuentro tiene lugar.
Por una parte,
el que del Bosque Rojo cuida,
el pastor.
Y, por otra,
el que la Espada porta,
el guerrero
la espada que fue negra y ahora resplandeciente…
[…]
Ancestral espíritu guardián
del bosque de los árboles de fuego,
junto con el guerrero acude a luchar.
Gracias a la doncella,
el encuentro tiene lugar.
Por una parte,
el que del Bosque Rojo cuida,
el pastor.
Y, por otra,
el que la Espada porta,
el guerrero
la espada que fue negra y ahora resplandeciente…
[…]
Hacia la puesta del sol, la doncella se detuvo con su caballo cerca del claro.
Los elfos estaban cantando y sus voces lanzaban una melodía sentimental tan antigua y maravillosa que los corazones se reconfortaban y las penas se olvidaban. La melodía sumergió a Aeris en un sentimiento de añoranza y melancolía mientras el viento ondeaba sus cabellos.
Estaba
en Bosque Rojo, el bosque que le había visto crecer hasta que partió cuando era
joven. Era un bosque hermoso en el que un linaje de elfos de los bosques había
vivido desde tiempos inmemoriales, agrupado en pequeñas aldeas en los escasos
claros, generalmente despejados por ellos mismos, que poseía el inmenso bosque.
Había muchos linajes de elfos en Erthara pero de entre todos, y a pesar de que
no pertenecer al linaje de los Elfos del Equilibrio del norte de Aranorth,
aquéllos amaban los bosques tanto o más que éstos.
El
canto de los elfos cesó. Consciente de que había sido descubierta, Aeris
esperó, deseando que la recordaran a pesar de su cambiado aspecto. No habían
pasado más de quince años tras su marcha, pero su aspecto había cambiado
bastante. Los humanos crecían más rápido que los elfos y vivían menos años que
ellos. La muchacha no tenía las ropas limpias y pulcras que había llevado
durante su infancia ni el semblante inocente y tímido. Había pasado meses
durmiendo a la intemperie y era más independiente y segura de sí misma. Intentó
mantener la compostura intentando aparentar seguridad en sí misma pero ésta se
desmoronaba a cada minuto que pasaba.
Tenía los ojos húmedos cuándo una mujer elfa se dirigió ante ella.
Tenía los ojos húmedos cuándo una mujer elfa se dirigió ante ella.
—¡Salud
viajera! —saludó con talante hermético y ambiguo.
Consciente
de que estaba rodeada, Aeris tragó saliva. Era Vanadessis, la que en su día
había sido su mejor amiga.
— ¿Qué
os trae por estos bosques en estos tiempos de incertidumbre?
Aeris
suspiró desanimada… ¿No la había reconocido? ¿Había vivido toda su vida en el
bosque para que, después de aquellos años de ausencia, todos la hubieran
olvidado?
—No… no
soy una simple viajera —consiguió articular, recordando su misión. Esperaba que
su voz no hubiera cambiado tanto como para no ser reconocida tampoco de este
modo; empezaba a pensar que la tristeza que la embargaría de ser así no sería
capaz de soportarla—. Me envía Igalin Sulet, es necesario que…
—¿Aeris? ¿Eres… eres tú? ¿Aeris Niramar? —Vanadessis preguntó con tono dudoso.
Ante la pregunta, Aeris no pudo más que asentir. Miró a su amiga y al no sentir el paso de los años en su rostro se sintió una joven adolescente de nuevo, sin problemas, sin complicaciones, sin preocupaciones mayores que el llegar a casa a comer o el conseguir apuntar con el arco mejor que el resto. Durante unos instantes sintió que nada había cambiado.
—¡No entiendo cómo no te reconocí antes! ¡Sabía que me eras familiar! Pero… has cambiado tanto… No pareces la misma… —dijo su antigua amiga.
—Me han
pasado muchas cosas durante este tiempo –consiguió decir Aeris mientras la
felicidad le embargaba.
—Te
despediste para no volver, ¿qué te ha traído entonces aquí? —preguntó Vanadessis,
sin esconder su alegría, pero tampoco su curiosidad.
—Vengo
en busca de información. Por mandato de Igalin Sulet, debo encontrar al Taí
Akado del Bosque Rojo. Tenemos que esta tierra sea completamente asolada por la
guerra que viven los campos de Kelthist y requerimos su ayuda — explicó con
expresión dura.
Los elfos
la miraron desconcertados
—Celeval
sabe dónde está. Creo que es uno de los pocos que aún se comunica con los
akados –respondió Vanadessis. Al oír el nombre de su “abuelo” a Aeris le dio un
vuelco el corazón. Ya había sido dura la primera separación, no se sentía capaz
de aguantar otra.
Sin
embargo, comprendió que no tenía más remedio que enfrentarse al viejo elfo. Aeris
asintió levemente y se dirigió hacia un claro cercano donde se hallaba Celeval
practicando con el arco mientras canturreaba una canción que llenó de nostalgia
el corazón de Aeris.
El elfo
se giró al notar la presencia de ella. La reconoció al instante y, un segundo
después, la abrazaba fuertemente agradeciendo a los dioses del Bosque el volver
a verla. La joven le devolvió el abrazo con tristeza mientras intentaba serenarse
para transmitirle a su abuelo el motivo de su visita. El elfo no hizo
preguntas, ni se hizo de rogar. La breve mención de Aeris a la autoridad que la
enviaba fue más que suficiente. Aunque sin haber estado provista de ello
tampoco se hubiera negado.
No más
de una hora más tarde Aeris se encontraba ya ante el Akado, el mitológico ser
protector del Bosque Rojo...
“Creía haber visto la luz que guiaría mi destino, pero no fue hasta el momento en que te conocí cuando tu mirada radiante desbancó aquella luz transformándola en una oscuridad terrible comparada con la luz que emanaba de ti. Mis días a veces eran una carga de tanto tiempo como había tenido que soportar las heridas y fatigas de Erthara, pero ahora cada día es un regalo, el poder levantarme y ver tu oscuro cabello sobre la almohada, tus mejillas y tus labios color carmín…no hay mejor despertar que el que yo tengo junto a ti cada mañana. Pero ahora la guerra nos separa y no te tengo aquí cerca y todo es oscuro y frío…Annamel no puedo estar mucho más sin ti…el devenir del tiempo se ralentiza y no aguanto ni un instante más tu ausencia…llámame tonto pero tanto aquí como allí, no podría estar sin ti.
Un beso
tierno e intenso, Igalin Sulet”
Situado
en una de las torres de vigilancia, dejó volar a la paloma que le llevaría el
mensaje a su esposa, que se hallaba en el norte, en la guerra. Mientras veía el
ave cruzar los cielos en dirección a su destino, la mirada del Naedre se quedó
mirando en la lejanía la llegada del ejército invasor.
El día
había amanecido con bruma matinal. Una tensa expectación embargaba en el bosque
al pensar en el inmediato futuro y en lo que éste los traería. El ataque de Tet
Wup a sus posesiones en el bosque la había presentido Igalin algunas noches
atrás, había querido que, cuando el ejército llegara a las murallas que
protegían aquel palacio donde vivía y que él mismo había construido, lo vieran
a él, una sombra que les retaba a sentir su poder. Sin duda, el Naedre,
poseedor del arrebato de los antiguos Hombres-Dragón, no estaba dispuesto a que
el hogar en donde había puesto tanto de sí, cuidando su estética, su
distribución y su belleza, cayera contra el enemigo.
A lo
lejos el ejército invasor se acercaba. Cuando estuvieron lo suficientemente
cerca de las murallas exteriores, Igalin dio entonces las órdenes pertinentes a
los centinelas de las murallas, no les quedaba más remedio que contener el
ejército invasor para hacer tiempo a la llegada de los refuerzos. Había pedido
la ayuda de Darlak y sus hombres, pero también había recurrido a un antiguo poder
del mundo, los Akados.
Fue
entonces cuando un potente chorro de luz abrasadora se lanzó al encuentro del
enemigo, cegándole. Aquella luz provenía de las torres que protegían la
muralla, y su origen era una gema gigantesca situada en cada de ellas, la cual
hacía rebotar la luz acumulada en ella hacia un espejo generando aquel chorro
de luz, un rayo de energía que se podía dirigir contra lo que se apuntase. Esto
pilló de sorpresa al enemigo y durante un buen rato los hizo retroceder hasta
que se dieron cuenta de que la luz abrasadora no duraba eternamente sino que se
terminaba y no se podía volver a usar hasta que la gema se recargarse de nuevo.
Los
hombres de Tet Wup prepararon sus catapultas para arrasar las murallas de la
ciudad del bosque. El brazo de la primera catapulta se alzó acompañado de un
sonido vibrante y lanzó una roca de gran tamaño que surcó en el aire con un
balanceo aparentemente grácil y despreocupado.
Unos
sonidos de cuernos lejanos irrumpieron entonces en el ambiente. El rostro de Igalin
cambió de repente pues supo que se trataba de la compañía de Darlak Marbail.
El
caballero, al frente de un ejército, tomó en sus manos un gran cuerno y sopló
tan fuerte que el sonido se propagó por todo el bosque, como el rugido de un
trueno antes de la tempestad. Y se lanzaron hacia delante, en busca del
ejército que en aquel momento estaban preparando las catapultas para arrasar
las murallas. Darlak cabalgaba hacía ellas al tiempo que éstas le daban la
bienvenida. En pos de él iban sus hombres, aquellos que habían combatido por la
defensa de la capital del reino y que había fracasado al intentar echar de
aquellas tierras al ejercito de Tet Wup.
“Has
acudido a mi llamada, mi buen amigo Darlak”, susurró Igalin
El
caballero llegó al camino que conducía a la Puerta Sur de la ciudad donde las
tropas enemigas se hallaban atacando la ciudad. Su táctica era sencilla:
atacarles directa y contundentemente. Moderando el galope de su caballo, junto
a una parte de su compañía buscó a los enemigos que se hallaban en la
retaguardia pillándoles de sorpresa. En encuentro fue directo y agresivo.
Sintió entonces un furor demente, deseoso como estaba de hacerles caer
rápidamente, como si la sangre hirviera en su interior, la sangre guerrera de
los caballeros de Kelthist. Un poco más adelante, la otra parte de su compañía
había avanzado para atacar el flanco delantero de las tropas enemigas y, en las
cercanías de los muros, los hombres de Caragan lucharon entre las catapultas,
matando enemigos empujándolos hacia el fuego que aún quedaba en los muros,
generado antes por las gemas de las torres defensivas del Palacio del Bosque,
el hogar de Igalin.
Y,
encima de ellas, el Naedre dio órdenes a sus centinelas para que lanzaran
lluvias de flechas, las cuales iban directas al flanco central del ejército
enemigo.
Rápidamente el ejército defensor se halló con el control de la batalla pero no consiguieron desbaratar completamente el asedio ni reconquistar la Puerta del Sur del Palacio del Bosque. La disputa entre ambos ejércitos parecía equilibrada y Darlak veía que el desenlace podría deparar cualquier cosa.
Rápidamente el ejército defensor se halló con el control de la batalla pero no consiguieron desbaratar completamente el asedio ni reconquistar la Puerta del Sur del Palacio del Bosque. La disputa entre ambos ejércitos parecía equilibrada y Darlak veía que el desenlace podría deparar cualquier cosa.
Un
temblor quebró entonces la tierra. El suelo temblaba mientras los gritos de
temor se extendieron por el campo de batalla. Todos miraron hacia el norte, una
sombra de desconocida naturaleza avanzaba entre los árboles y el sol, surgiendo
entre las ramas de los árboles. Los Akadome, los guardianes de los árboles,
acudían a la defensa de la ciudad del bosque en respuesta al ruego del señor
del mismo, Igalin Sulet.
Así fue
como, traído de lo más profundo del bosque, el Taí Akado, un ser tan antiguo
como la misma tierra, Guardián de la Naturaleza, llegó al campo de batalla. Su
naturaleza monstruosa y su gran tamaño causaban pavor. Los Akadome eran seres
fascinantes, legendarios y formaban parte de la naturaleza misma. Podrían
adquirir el aspecto que quisieran. En aquella batalla, bajo la apariencia de
fieros y enormes bisontes, rodearon rápidamente a las fuerzas enemigas y,
aunque algunas flechas llovieron sobre ellos, no les afectaron en absoluto.
Sobre el Taí Akado iba una bella doncella, tan brillante como el mismo sol que
la iluminaba y, con ella, portaba su arco presto para la batalla. Aeris Niramar
había cumplido su misión.
Los Akadome
consiguieron alejar la batalla de los muros del Bosque. Fue entonces cuando
Darlak cruzó la mirada con Taí Akado, el caballero quedó impresionado por la
majestuosidad de aquel ser.
—El
Bosque hoy ha sido salvada del saqueo gracias a ti, pastor del bosque.
Agradezco que hayas acudido a la batalla.
El ser
no dijo nada, pero Darlak vio que, en su horrendo rostro se dibujaba una
sonrisa, algo que no olvidaría jamás.
© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
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