Sobre Erthara

17 de julio de 2012

El Pastor del Bosque Rojo


Quinientas hojas de resplandor
Ancestral espíritu guardián
del bosque de los árboles de fuego,
junto con el guerrero acude a luchar.
Gracias a la doncella,
el encuentro tiene lugar.
Por una parte,
el que del Bosque Rojo cuida,
el pastor.
Y, por otra,
el que la Espada porta,
el guerrero
la espada que fue negra y ahora resplandeciente…
[…]


Hacia la puesta del sol, la doncella se detuvo con su caballo cerca del claro.
Los elfos estaban cantando y sus voces lanzaban una melodía sentimental tan antigua y maravillosa que los corazones se reconfortaban y las penas se olvidaban. La melodía sumergió a Aeris en un sentimiento de añoranza y melancolía mientras el viento ondeaba sus cabellos.
Estaba en Bosque Rojo, el bosque que le había visto crecer hasta que partió cuando era joven. Era un bosque hermoso en el que un linaje de elfos de los bosques había vivido desde tiempos inmemoriales, agrupado en pequeñas aldeas en los escasos claros, generalmente despejados por ellos mismos, que poseía el inmenso bosque. Había muchos linajes de elfos en Erthara pero de entre todos, y a pesar de que no pertenecer al linaje de los Elfos del Equilibrio del norte de Aranorth, aquéllos amaban los bosques tanto o más que éstos.
El canto de los elfos cesó. Consciente de que había sido descubierta, Aeris esperó, deseando que la recordaran a pesar de su cambiado aspecto. No habían pasado más de quince años tras su marcha, pero su aspecto había cambiado bastante. Los humanos crecían más rápido que los elfos y vivían menos años que ellos. La muchacha no tenía las ropas limpias y pulcras que había llevado durante su infancia ni el semblante inocente y tímido. Había pasado meses durmiendo a la intemperie y era más independiente y segura de sí misma. Intentó mantener la compostura intentando aparentar seguridad en sí misma pero ésta se desmoronaba a cada minuto que pasaba.
Tenía los ojos húmedos cuándo una mujer elfa se dirigió ante ella.
—¡Salud viajera! —saludó con talante hermético y ambiguo.
Consciente de que estaba rodeada, Aeris tragó saliva. Era Vanadessis, la que en su día había sido su mejor amiga.
— ¿Qué os trae por estos bosques en estos tiempos de incertidumbre?
Aeris suspiró desanimada… ¿No la había reconocido? ¿Había vivido toda su vida en el bosque para que, después de aquellos años de ausencia, todos la hubieran olvidado?
—No… no soy una simple viajera —consiguió articular, recordando su misión. Esperaba que su voz no hubiera cambiado tanto como para no ser reconocida tampoco de este modo; empezaba a pensar que la tristeza que la embargaría de ser así no sería capaz de soportarla—. Me envía Igalin Sulet, es necesario que…

—¿Aeris? ¿Eres… eres tú? ¿Aeris Niramar? —Vanadessis preguntó con tono dudoso.
Ante la pregunta, Aeris no pudo más que asentir. Miró a su amiga y al no sentir el paso de los años en su rostro se sintió una joven adolescente de nuevo, sin problemas, sin complicaciones, sin preocupaciones mayores que el llegar a casa a comer o el conseguir apuntar con el arco mejor que el resto. Durante unos instantes sintió que nada había cambiado.
—¡No entiendo cómo no te reconocí antes! ¡Sabía que me eras familiar! Pero… has cambiado tanto… No pareces la misma… —dijo su antigua amiga.
—Me han pasado muchas cosas durante este tiempo –consiguió decir Aeris mientras la felicidad le embargaba.
—Te despediste para no volver, ¿qué te ha traído entonces aquí? —preguntó Vanadessis, sin esconder su alegría, pero tampoco su curiosidad.
—Vengo en busca de información. Por mandato de Igalin Sulet, debo encontrar al Taí Akado del Bosque Rojo. Tenemos que esta tierra sea completamente asolada por la guerra que viven los campos de Kelthist y requerimos su ayuda — explicó con expresión dura.
Los elfos la miraron desconcertados
—Celeval sabe dónde está. Creo que es uno de los pocos que aún se comunica con los akados –respondió Vanadessis. Al oír el nombre de su “abuelo” a Aeris le dio un vuelco el corazón. Ya había sido dura la primera separación, no se sentía capaz de aguantar otra.
Sin embargo, comprendió que no tenía más remedio que enfrentarse al viejo elfo. Aeris asintió levemente y se dirigió hacia un claro cercano donde se hallaba Celeval practicando con el arco mientras canturreaba una canción que llenó de nostalgia el corazón de Aeris.
El elfo se giró al notar la presencia de ella. La reconoció al instante y, un segundo después, la abrazaba fuertemente agradeciendo a los dioses del Bosque el volver a verla. La joven le devolvió el abrazo con tristeza mientras intentaba serenarse para transmitirle a su abuelo el motivo de su visita. El elfo no hizo preguntas, ni se hizo de rogar. La breve mención de Aeris a la autoridad que la enviaba fue más que suficiente. Aunque sin haber estado provista de ello tampoco se hubiera negado.
No más de una hora más tarde Aeris se encontraba ya ante el Akado, el mitológico ser protector del Bosque Rojo...


“Creía haber visto la luz que guiaría mi destino, pero no fue hasta el momento en que te conocí cuando tu mirada radiante desbancó aquella luz transformándola en una oscuridad terrible comparada con la luz que emanaba de ti. Mis días a veces eran una carga de tanto tiempo como había tenido que soportar las heridas y fatigas de Erthara, pero ahora cada día es un regalo, el poder levantarme y ver tu oscuro cabello sobre la almohada, tus mejillas y tus labios color carmín…no hay mejor despertar que el que yo tengo junto a ti cada mañana. Pero ahora la guerra nos separa y no te tengo aquí cerca y todo es oscuro y frío…Annamel no puedo estar mucho más sin ti…el devenir del tiempo se ralentiza y no aguanto ni un instante más tu ausencia…llámame tonto pero tanto aquí como allí, no podría estar sin ti.
Un beso tierno e intenso, Igalin Sulet”
Situado en una de las torres de vigilancia, dejó volar a la paloma que le llevaría el mensaje a su esposa, que se hallaba en el norte, en la guerra. Mientras veía el ave cruzar los cielos en dirección a su destino, la mirada del Naedre se quedó mirando en la lejanía la llegada del ejército invasor.
El día había amanecido con bruma matinal. Una tensa expectación embargaba en el bosque al pensar en el inmediato futuro y en lo que éste los traería. El ataque de Tet Wup a sus posesiones en el bosque la había presentido Igalin algunas noches atrás, había querido que, cuando el ejército llegara a las murallas que protegían aquel palacio donde vivía y que él mismo había construido, lo vieran a él, una sombra que les retaba a sentir su poder. Sin duda, el Naedre, poseedor del arrebato de los antiguos Hombres-Dragón, no estaba dispuesto a que el hogar en donde había puesto tanto de sí, cuidando su estética, su distribución y su belleza, cayera contra el enemigo.
A lo lejos el ejército invasor se acercaba. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de las murallas exteriores, Igalin dio entonces las órdenes pertinentes a los centinelas de las murallas, no les quedaba más remedio que contener el ejército invasor para hacer tiempo a la llegada de los refuerzos. Había pedido la ayuda de Darlak y sus hombres, pero también había recurrido a un antiguo poder del mundo, los Akados.
Fue entonces cuando un potente chorro de luz abrasadora se lanzó al encuentro del enemigo, cegándole. Aquella luz provenía de las torres que protegían la muralla, y su origen era una gema gigantesca situada en cada de ellas, la cual hacía rebotar la luz acumulada en ella hacia un espejo generando aquel chorro de luz, un rayo de energía que se podía dirigir contra lo que se apuntase. Esto pilló de sorpresa al enemigo y durante un buen rato los hizo retroceder hasta que se dieron cuenta de que la luz abrasadora no duraba eternamente sino que se terminaba y no se podía volver a usar hasta que la gema se recargarse de nuevo.
Los hombres de Tet Wup prepararon sus catapultas para arrasar las murallas de la ciudad del bosque. El brazo de la primera catapulta se alzó acompañado de un sonido vibrante y lanzó una roca de gran tamaño que surcó en el aire con un balanceo aparentemente grácil y despreocupado.
Unos sonidos de cuernos lejanos irrumpieron entonces en el ambiente. El rostro de Igalin cambió de repente pues supo que se trataba de la compañía de Darlak Marbail.
El caballero, al frente de un ejército, tomó en sus manos un gran cuerno y sopló tan fuerte que el sonido se propagó por todo el bosque, como el rugido de un trueno antes de la tempestad. Y se lanzaron hacia delante, en busca del ejército que en aquel momento estaban preparando las catapultas para arrasar las murallas. Darlak cabalgaba hacía ellas al tiempo que éstas le daban la bienvenida. En pos de él iban sus hombres, aquellos que habían combatido por la defensa de la capital del reino y que había fracasado al intentar echar de aquellas tierras al ejercito de Tet Wup.
“Has acudido a mi llamada, mi buen amigo Darlak”, susurró Igalin
El caballero llegó al camino que conducía a la Puerta Sur de la ciudad donde las tropas enemigas se hallaban atacando la ciudad. Su táctica era sencilla: atacarles directa y contundentemente. Moderando el galope de su caballo, junto a una parte de su compañía buscó a los enemigos que se hallaban en la retaguardia pillándoles de sorpresa. En encuentro fue directo y agresivo. Sintió entonces un furor demente, deseoso como estaba de hacerles caer rápidamente, como si la sangre hirviera en su interior, la sangre guerrera de los caballeros de Kelthist. Un poco más adelante, la otra parte de su compañía había avanzado para atacar el flanco delantero de las tropas enemigas y, en las cercanías de los muros, los hombres de Caragan lucharon entre las catapultas, matando enemigos empujándolos hacia el fuego que aún quedaba en los muros, generado antes por las gemas de las torres defensivas del Palacio del Bosque, el hogar de Igalin.
Y, encima de ellas, el Naedre dio órdenes a sus centinelas para que lanzaran lluvias de flechas, las cuales iban directas al flanco central del ejército enemigo.
Rápidamente el ejército defensor se halló con el control de la batalla pero no consiguieron desbaratar completamente el asedio ni reconquistar la Puerta del Sur del Palacio del Bosque. La disputa entre ambos ejércitos parecía equilibrada y Darlak veía que el desenlace podría deparar cualquier cosa.
Un temblor quebró entonces la tierra. El suelo temblaba mientras los gritos de temor se extendieron por el campo de batalla. Todos miraron hacia el norte, una sombra de desconocida naturaleza avanzaba entre los árboles y el sol, surgiendo entre las ramas de los árboles. Los Akadome, los guardianes de los árboles, acudían a la defensa de la ciudad del bosque en respuesta al ruego del señor del mismo, Igalin Sulet.
Así fue como, traído de lo más profundo del bosque, el Taí Akado, un ser tan antiguo como la misma tierra, Guardián de la Naturaleza, llegó al campo de batalla. Su naturaleza monstruosa y su gran tamaño causaban pavor. Los Akadome eran seres fascinantes, legendarios y formaban parte de la naturaleza misma. Podrían adquirir el aspecto que quisieran. En aquella batalla, bajo la apariencia de fieros y enormes bisontes, rodearon rápidamente a las fuerzas enemigas y, aunque algunas flechas llovieron sobre ellos, no les afectaron en absoluto. Sobre el Taí Akado iba una bella doncella, tan brillante como el mismo sol que la iluminaba y, con ella, portaba su arco presto para la batalla. Aeris Niramar había cumplido su misión.
Los Akadome consiguieron alejar la batalla de los muros del Bosque. Fue entonces cuando Darlak cruzó la mirada con Taí Akado, el caballero quedó impresionado por la majestuosidad de aquel ser.
—El Bosque hoy ha sido salvada del saqueo gracias a ti, pastor del bosque. Agradezco que hayas acudido a la batalla.
El ser no dijo nada, pero Darlak vio que, en su horrendo rostro se dibujaba una sonrisa, algo que no olvidaría jamás.


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

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