Sobre Erthara

29 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad

¡Saludos Viajeros!

Se acerca el fin de año y, desde Erthara, queremos daros las gracias por el apoyo que nos habéis dado desde que este blog vio la luz en agosto. Muchas gracias por todo, porque saber que estáis ahí, leyéndonos nos da fuerza para seguir. Os deseamos una feliz entrada de año y que en el 2012 podáis cumplir vuestros sueños. Aunque ya ha pasado el día de navidad, queremos compartir con vosotros un pequeño cuento de navidad. No está ambientado en Erthara como los dos relatos anteriores de Ávaram, sino que está ambientado en nuestro propio mundo, más concretamente en Noruega. Esperamos que os guste, ¡hasta el año que viene!

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En una pequeña aldea al pie del Kebnekaise, montaña situada en la región de la península escandinava conocida como Laponia, y a aproximadamente 80 Km de la actual ciudad de Kiruna, en Suecia, los aldeanos me contaron una leyenda según la cuál la región está maldita desde hace milenios a causa  de un suceso que ocurrió cuando el mundo era joven...
En aquél entonces, la aldea era muy pequeña y apenas contaba con un centenar de habitantes. Dedicada a la cría de ganado, era una aldea humilde y pobre. Durante la mayor parte del año los hombres del pueblo subían a los húmedos prados de las altas montañas a llevar a pastar a sus animales y sobrevivían como podían al frío que imperaba en las cumbres de las montañas y sorteaban los difíciles obstáculos que el hábitat gentilmente les ofrecía. Cuando empezaba a apretar el frío y aparecían las fuertes nevadas, los pastores bajaban al pueblo para pasar allí el invierno, proteger al ganado de las heladas e impedir que murieran de frío.
De esta suerte, podían celebrar con sus familias el solsticio de invierno y la fiesta de la lucha del bien y del mal mediante el culto al Iggdrasil, el Árbol de la Vida, donde se decía reinaba el espíritu de la diosa madre. Esta tradición de rendir homenaje a un árbol aún se practica en la aldea. El mencionado árbol es el único que apenas se ve afectado por la llegada del invierno y sus hojas no caen sino que ennegrecen a causa del dominio momentáneo del mal lo cual, según la creencia de los lugareños, no es algo negativo sino que posibilita el equilibrio de las fuerzas. Mediante el culto en el solsticio de invierno, se impide que el bien, sometido por el mal, desaparezca.
Cuando pasaba el invierno y las primeras nieves iban dando paso a la primavera, los pastores se despedían de sus familias y regresaban al monte, a pasar el año en las montañas. Entre esos pastores, había uno de renombre por su valentía y suspicacia. Se trataba de Jus, un hombre bajito y rechoncho pero risueño y vivaracho, de pocas palabras y grandes recursos. Dirigía a la cuadrilla de pastores y siempre sabía cuales eran los mejores pastos y la mejor hierba para los animales. Tenía dos hijos y una envidiada esposa, que se dedicaba a hacer utensilios de madera.
Ocurrió que en un año en el cual las fuertes nevadas se adelantaron un mes antes del solsticio de invierno, el grupo de pastores tuvo que volver. Justo entonces llegó a la aldea un mensajero de las aldeas del otro lado de las montañas que reclamaban leche y alimentos para ellos pues el frío estaba acabando con su ganado y la población se moría de hambre. En la aldea se negaron a aventurarse por el fuerte frío que se instalaba en la región pero Jus se armó de valor y, junto a unos pastores que le siguieron, llenó dos trineos con alimentos para los pueblos de allende de las montañas y, de esta suerte, partió. Mientras desaparecían entre la nieve,  prometieron volver para el solsticio de invierno y la fiesta de la Diosa-madre.
Fueron pasando los días y no había noticias alguna de Jus y del resto de hombres que fueron con él. Hasta que llegó el tiempo del invierno, cuando los días son más cortos y las noches más oscuras y una sombra se extiende bajo el cielo sin luna. Y en el día del solsticio de invierno, todos los aldeanos fueron al sacrosanto bosque donde se celebraba la fiesta en honor a la Diosa-madre, en torno al Iggdrasil, que se hallaba en el corazón del bosque. Ese día la sombra del invierno se atrevía a ocupar el valle donde se erguía la aldea y las estrellas arrojaban una luz blanca y fría. En el sacrosanto bosque unas antorchas se dispusieron para iluminar a la diosa y honrarla como la tradición indicaba. El ritual que iba a tener lugar en aquél lugar se repetía año tras año desde que el mundo era joven y siempre estaban presentes todos los habitantes de la aldea. Pero ese día, había cinco habitantes que iban a faltar. La esposa de Jus rezaba a la diosa en silencio para que su esposo volviera sano y salvo y pudiera celebrar las fiestas de invierno con sus seres queridos.
La sacerdotisa, tras aguardar un tiempo prudencial de espera, dio comienzo a la celebración. En ese momento, apareció la compañía de pastores que meses atrás partiera a llevar los alimentos al otro lado de las montañas.
Así, en el sacrosanto bosque, las festividades comenzaron con una ceremonia en las arboledas de Kiriksal que custodiaban en su interior, en un pequeño claro, el majestuoso árbol de la vida, símbolo del poder creador de la diosa-madre. La sacerdotisa, encargada de la ceremonia, se inclinó ante el árbol y, desde allí, dirigiendo a la alta copa del mismo agradeció que la expedición al otro lado de las montañas hubiera sido un éxito. En el claro, se había impuesto el silencio y la sacerdotisa cerró los ojos y pronunció  unas palabras en una lengua que para muchos era desconocida. Luego, se levantó y se dirigió a los aldeanos a los que les dio la bendición de la diosa y pidió que honraran a la dadora de vida. Acto seguido se procedió al sacrificio de un reno, el agradecimiento al alimento que la madre les había proporcionado durante el año. El reno se ataba al árbol y se hería de muerte con una lanza. Esto servía, además, para proporcionar alimento a la madre para que sobreviviera a los oscuros días del invierno y pudiera volver a brotar esplendorosamente en el inicio de la primavera.
Tras este ritual se celebró que Jus y la comitiva de pastores habían regresado sanos y salvos a la aldea con un exquisito banquete. La música y la alegría hicieron acto de presencia. Mientras de fondo la música se mezclaba con los  regocijos y la algarabía de los aldeanos,  Jus le contaba a su familia como se había desarrollado la aventura al otro lado de las montañas. Sin embargo, Niels, el hijo mayor del pastor notó cómo su padre no daba muchos detalles y qué cuando se le preguntaba sobre algunas cuestiones intentaba desviar la conversación. Durante toda la velada, Niels estuvo contemplando los ojos de su padre sin que éste se diera cuenta. Y notó en ellos algo que le turbó. Pues los ojos de su padre habían perdido vida y una sombra los cubría. Pero de este hecho, nada dijo Niels y durante un tiempo calló.
        Sucedió que, de pronto, un viento gélido se levantó del norte, era un aire frío y asfixiante que condujo a los asistentes a la fiesta a un mundo de pesadumbre y mal augurio. Este viento traía consigo un remolino de polvo que rodeó al bosque.
Cuando dos meses y aún más hubieron transcurrido desde la llegada de Jus a la aldea,  un niño cayó muy enfermo por unas simples diarreas. Sin embargo, cuando parecía que era una enfermedad sin importancia, dos días después se debatía entre la vida y la muerte. Desde que había empeorado, la sacerdotisa lo atendía en la pequeña cabaña donde ella vivía. El muchacho estaba en un terrible estado de shock convulsionado por estremecedoras sacudidas de dolor. Lo único que decía es que le iba a estallar el estómago de dolor. Por la boca no dejaba de vomitar sangre y el sudor empañaba su estrecha frente. La sacerdotisa no podía hacer nada por calmar el padecimiento del niño y su estado se agravaba por momentos.
        Entre los gritos de su madre, el pequeño finalmente murió días después.
        Mientras, en las altas cumbres de las montañas, un pastor había empezado a sufrir unos terribles dolores en todo el cuerpo acompañados de una fuerte subida de la temperatura corporal. Más tarde le aparecieron unos abscesos en el cuerpo. Dos días después, debido a que otros dos pastores se contagiaron de la misma enfermedad, la compañía de pastores tuvo que regresar al pueblo.
        Se dice que a partir de aquellos sucesos iniciales una terrible peste se instaló en la aldea traída por el viento gélido y maligno que había aparecido el día del solsticio de invierno, decían. La sacerdotisa habló de esta manera a sus aldeanos:
        - Indudablemente, la diosa está enfadada con nosotros por alguna razón que no alcanzo a vislumbrar. Posiblemente, la fiesta del solsticio no fue del agrado de ella y nos castiga. Por eso, la llegada de la primavera y del resurgir de la madre naturaleza será  diferente y la diosa se sentirá orgullosa.
        Todos en el pueblo aplaudieron a la sacerdotisa entusiasmados. Sin embargo, un día antes de celebrar la llegada de la primavera, la mujer cayó enferma a causa de la terrible peste y murió. La llegada de la primavera fue la más triste época en el pueblo. Allí decían que en verdad la diosa no estaba enfadada, sino que había sucumbido a la oscuridad del invierno.
        Cuando el verano llegaba a su fin, más de la mitad del pueblo había perecido a causa de la peste que asolaba la aldea. Y Jus cayó enfermo. Mientras se debatía entre espasmos de dolor y una sangre negra brotaba de sus orificios nasales, pidió hablar con su hijo Niels. Así, a las puertas de la muerte, cuando ya todo estaba perdido para él, Jus le contó a su hijo qué había ocurrido en verdad al otro lado de las montañas y cómo él y los suyos habían traído la peste al pueblo.
        Conducidos por Jus, llamado el Mayoral, la partida de pastores de la aldea se había dirigido a las montañas con el cargamento de alimentos y leche en los trineos. Habían ido al norte intentando bordear las altas montañas para encontrar un desfiladero que les condujera al otro lado. Unas espesas nubes se habían empezado a extender en el cielo. Muy larga y lenta había sido la escalada por el alto terreno y muy dificultosa la marcha pero el desánimo no había acudido a ninguno de los cinco. Cuatro días hubieron tardado en alcanzar el otro lado de las montañas. Cuatro largas y agotadoras jornadas bajo el frío y las terribles nieves.
        En el ancho valle que había aparecido a sus ojos se extendía un vasto y espeso bosque donde se ubicaba las aldeas que reclamaban leche y alimentos. Ellos nunca habían estado en aquél lado de las montañas.
Una vez ya en el pueblo, habían encontrado cobijo en la casa del Cacique del bosque.
De esta suerte, se habían enterado de la larga contienda que el pueblo mantenía con una raza que vivía en el interior del bosque, los que llamaban Alaf,  una raza de seres delgados y deformes con largas cabelleras. Durante mucho tiempo habían vivido en armonía pero en los últimos tiempos las relaciones se habían vuelto hostiles. Los Alaf habían atacado sus ganados y sus tierras y el pueblo no podía hacer nada para frenar su ataque. Ellos querían echar al pueblo del bosque porque según ellos era suyo. Para ello, contaban con terribles poderes mágicos.
Jus había decidido quedarse un tiempo para ayudar a distribuir los alimentos entre la población. De esta suerte, él y los otros cuatro habían asistido el día de la celebración de la Asamblea para decidir qué iban a hacer. Algunos decían que era mejor rendirse y emigrar a otro lugar.
- Me niego a abandonar la tierra donde nací- dijo uno- Nosotros tenemos derecho a este bosque igual que ellos.
Se produjo un tumulto de opiniones y voces. Todos estaban de acuerdo en que no querían abandonar el bosque pero algunos querían huir para evitar las represalias de los alaf. De repente, el Cacique pidió silencio
- No hace falta que dejemos nuestras raíces- y lo dijo de un modo que dio miedo.
Levantando la cabeza, contempló los ojos de cada uno de sus compatriotas con una mirada inquisidora. Y entonces relató su plan, su traicionero y vil plan para vencer a sus enemigos. Un propósito que horrorizó a Jus y que lo envolvió en un designio de imprevisibles consecuencias.
Pues al día siguiente, en la temprana hora de la mañana cuando el ruiseñor con su canto recibe al sol, un mensajero partió al interior del bosque a llevar un recado del Cacique del Pueblo a los alaf: el pueblo se rendía y lamentaba que las relaciones entre las dos razas no hubieran sido mejores; por ello, el pueblo dejaba esa misma mañana el bosque. Con el mensaje el Cacique enviaba algunos presentes para la raza del bosque: leche y frutas para aliviar las pérdidas ocasionadas a causa de la guerra. Sorprendidos, los alaf acogieron los regalos con recelo. Sin embargo, subidos en sus árboles, los delgados y bajos seres contemplaron con sus propios ojos como una comitiva partía del pueblo dejándolo desierto e inhabitado.
De esta suerte, los regalos fueron repartidos entre los alaf. Estos alimentos eran los que días antes Jus había traído de su aldea. Sin embargo, cuando los alaf mordieron las frutas que les habían ofrecido, éstas se pudrieron en sus manos y descubrieron que estaban envenenadas. De estas manera, ocurrió la infame traición del Cacique, fingir que dejaban el bosque y envenenarlos para apoderarse de aquellas tierras. Cayeron en la trampa y, a causa de ello,  perecieron.
En lo alto de una colina cercana, Jus y los otros pastores escucharon impasibles y avergonzados como en el bosque unos desgarradores gritos de dolor sobresaltaban a las aves que huían presa del horror que en ese momento atezaba al bosque. Entonces, de repente, una voz se elevó por entre los gritos e hizo temblar el suelo bajo los pies de Jus.
-          ¡Oh, ruin y despreciable raza! Nos habéis destruido de una manera cruel e indigna. Hemos caído, mas yo, Öeresn, hechicero del bosque, auguro que el mal y la oscuridad inundará vuestra raza. Convoco a todos los espíritus y a todos los  poderes de la naturaleza que os creó para que una maldición caiga sobre vosotros: condenados estaréis a regalar y recibir regalos una vez al año en la época en la que las nieves y el frío lleguen en recuerdo al día en el que matasteis a una raza.
Jus se arrepentía de no haber hecho caso al mal augurio del hechicero y haber encerrado a su pueblo en aquella maldición. Antes de morir le pidió a su hijo que hiciera lo posible para que su gente cumpliera con la imprecación y, así, desapareciera la peste que asolaba a la aldea.
Durante un tiempo después de la muerte, Niels estuvo pensando en qué hacer para realizar lo que su padre le pedía. No quería que su pueblo supiera la verdadera historia. Pero entonces tuvo una magnifica idea.
De esa suerte, cuando llegó el día de solsticio de invierno, él se hizo cargo de la celebración en honor a la diosa. Pocos eran los que estaban dispuestos a honrar a la diosa porque creían que ésta les había abandonado. Pero Niels los convenció para que fueran al sacrosanto bosque donde se celebraba la fiesta en honor a la Diosa-madre, en torno al Iggdrasil, que se hallaba en el corazón del bosque. Ese día las nubes cubrían el cielo en un aspecto expectante. Cuando los aldeanos llegaron al árbol sagrado se encontraron con una sorpresa. Al pie del árbol, había un montón de objetos envueltos cuidadosamente en hojas.
        - Hay regalos para todos- dijo sonriente Niels- ¡Feliz día de Solsticio! ¡Qué el bien venza y regrese a nosotros!
        - ¿Por qué nos regalas esto, Niels?- se atrevió a preguntar una niñita, que en realidad hablaba por todos.
        - He de decir algo que ocurrió la noche pasada. Durante mi sueño, una mano cálida me despertó. Era una mujer a la que no pude distinguir con claridad a causa de la oscuridad de la noche. Con voz dulce me dijo que era la diosa-madre. Me pidió una cosa para poder librarnos de esta peste que asola nuestro pueblo desde hace meses. Me rogó que en el primer día de invierno, cuando la honramos con el rito del árbol sagrado, nos hagamos regalos los unos a otros. De esta manera, nosotros mismos estaremos creando el bien en la aldea y a ella le resultará más fácil vencer al mal en invierno.
Aún sorprendidos, algunos se fueron acercando al árbol y fueron cogiendo sus regalos hasta que al final todos tenían presentes. La niña que había hablado primero se acercó a Niels y le acercó su bufanda de lana.

- Ten, tu regalo.
De esta manera, lo que en principio era algo aciago y maldito, Niels lo transformó en un acontecimiento brillante y hermoso como las hojas doradas que caen en otoño. Cada año, en el solsticio de invierno, los habitantes de la aldea se reúnen en torno al Iggdrasil para dar y recibir regalos y así ayudar a la diosa a vencer a la oscuridad del invierno. Y para la mayoría es la fiesta más ansiada y más importante del año. Y desde entonces Niels es venerado con honores porque gracias a él la peste abandonó aquél valle. Se dice que su eterna alma es quién pone los regalos en el árbol cada año. Actualmente se le conoce como Santa Klaus.

© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

24 de diciembre de 2011

La Conquista de Ávaram

La Conquista de Avaram

Faltaban unas horas para el anochecer, pero parecía que era ya noche cerrada. Las nubes de Rion, profundas, negras, ocultaban cualquier rayo de luz que el Sol hubiera podido enviar desde las alturas. Quizás ocultando ante los bellos ojos de Edes la desolación de una guerra que habría de dejar nuevamente la tierra cubierta de muerte, destrucción, y sobre todo, de dolor.
Cada día transcurrido tras la batalla del páramo se había cubierto de tormenta y agua, quizás a causa prodigioso sortilegio creado por la ciudad, intentando defenderse así de sus sitiadores. Mientras tanto, el ejército de Angh permanecía apostado en el linde del bosque, siempre vigilante, esperando el momento de volver a presentar batalla.
Adanha era consciente de que en aquella ocasión el tiempo no jugaba a su favor precisamente. Una ciudad como aquélla, bien abastecida, prácticamente podría mantenerse durante meses sin empezar a notar siquiera el hambre o la sed, estableciendo un pequeño sistema de racionamiento de víveres. Y, aunque una gran parte de los soldados del Condado de Bren Tonrya habían perecido o habían sido heridos en la primera batalla, también sabía que los hombres del cuervo aún contaban con efectivos suficientes para presentar una última defensa, quizás desesperada, pero siempre peligrosa.
Adanha deambulaba, pensativa, de un lado a otro de la enorme tienda que servía de centro de mando del campamento. Sobre una mesa de madera, un gran mapa apergaminado representaba el territorio enemigo, y sobre él había colocadas pequeñas piedras de distintos colores. Mientras sus pasos inquietos la llevaban de un lado a otro de la sala, la mirada de Adanha volvía al mapa una y otra vez.
Las pieles que cubrían la entrada de la tienda se abrieron suavemente, y el estruendo de la lluvia torrencial precedió a la entrada de Kranhe e Hanié en la tienda.
—Buenas noches, Hermana —susurró la elfa de negros cabellos—. Si por bueno hemos de entender este eterno mundo de agua y barro que se alza a nuestro alrededor.
En cambio, Kranhe, silencioso, saludó a Adanha con un gesto, y se acercó al mapa como si éste le hubiera enviado una señal de llamada.
—Saludos Hermanos —dijo Adanha—. Oscuro ha sido el día, y más oscura aún si cabe será la noche. Pues he conjurado el espíritu del bosque, y del mismo agua de lluvia que cae sobre nosotros. No cesará. Esta misma noche debemos atacar la ciudad.
Kranhe alzó los ojos del mapa, y su mirada de hielo se clavó en ella un instante.
—Tantos días de asedio han afectado a tus sentidos y a tu mente, si piensas atacar en medio de esta lluvia una ciudad bien protegida —rugió.
—Tal vez —sonrió ella, mientras se acercaba hacia él—. O tal vez eres tú el que no alcanza a comprender la situación en la que nos encontramos. —Con un dedo señaló su posición en el mapa—. Aquí estamos nosotros. Una pequeña piedra negra en el camino del cuervo. ¿No serás tan ciego para no ver lo que tenemos alrededor verdad? Aquí puedes ver cómo otras compañías del Condado se encuentran a menos de dos días de camino de nosotros. Compañías que todavía no han librado batalla. Compañías que podrían llegar aquí, ocultas bajo ese manto de lluvia, y enfrentarnos en el bosque con soldados fuertes y bien armados. Si eso llegara a ocurrir las puertas volverían a abrirse, y de nosotros ni siquiera quedaría suficiente como para alimentar un par de aves de carroña.
Hanié se acercó al mapa, y sus ojos asimilaron poco a poco la información que este mostraba. Kranhe maldijo entre dientes, haciéndose cargo de lo arriesgado de la situación.
—Pero la Compañía de La Garra Negra se encuentra cerca... ¿No vendrían en caso de necesidad? —consultó la elfa, dudando.
—Sabes que sí —añadió Adanha—. Vendrían, si pudieran pero no estamos seguros de que ése sea el caso.
—Comprendo.  —Kranhe parecía renuente a claudicar—. Sólo nos queda presentar una batalla desesperada, y realmente, las posibilidades de salir victoriosos son ínfimas.
—Lo son. Pero debemos confiar. Esta noche, esa ciudad será nuestra.
Salió de la tienda y apenas unos segundos bastaron para quedar completamente empapada. Sus pies descalzos acariciaron el barro, y un gemido de satisfacción escapó de sus labios al sentirlo.
Avanzó hacia el frente del ejército formado ya junto al bosque, de cara a los muros negros de Avaram. En apenas unas horas habían preparado sus tropas, y mientras Iria intentaba ascender sobre el mar de nubes en que se había transformado el cielo nocturno, el ejército de Angh apenas podía contener la euforia ante una nueva batalla.
Tras las puertas de Avaram, sólo un silencio mortal.
En las primeras filas, la infantería soge mantenía el silencio sepulcral ordenado por Kranhe. El más mínimo ruido hubiera supuesto la muerte inmediata del infractor, y el miedo dominaba quizás más que la obediencia debida.
Tras ellos, los hombres negros montados en negros corceles, inquietos ante el olor de la sangre que aún recordaban. Y finalmente, los elfos fieles a Hanié, firmes, con los arcos ya tensados y las flechas empenachadas de rojo preparadas para el vuelo letal hacia sus enemigos.
Una señal silenciosa de Hanié, con aquél don innato a los Hijos de Eda, y una lluvia de flechas atravesó la cascada de agua, para caer sobre la ciudad de forma inesperada... O quizás no tanto.
Sobre los muros se alzó el sonido esperado. Gritos de dolor y llanto. El enemigo ya estaba sobre aviso, y el silencio no era ya necesario. Kranhe rugió una orden, y las hordas de soges avanzaron hacia los negros muros de la ciudad. Adanha partió al galope tras Kranhe, y tras ellos, el grueso de la caballería espoleó sus monturas y avanzó hacia la ciudad.
No tardó en llegar el contraataque. Una lluvia de flechas envenenadas cayó sobre el ejército atacante, atravesando todo aquello que encontraban a su paso. Soges, hombres y monturas indistintamente.
Cuando llegaron ante los muros, Adanha se detuvo ante los enormes portones de hierro. Saltó del caballo y se dirigió hacia ellos, mientras a su alrededor la lluvia de agua y flechas se hacía cada vez más intensa. Pero ella, ajena a todo, simplemente tocó con sus manos las negras puertas, y luego se alejó un poco mientras murmuraba unas palabras en voz baja. La tierra crujió bajo ella. Cientos de plantas brotaron de la nada, y se afanaron en crecer aferrándose a la puerta como si fuera su fuente de vida. Un proceso de años concentrado en apenas unos segundos. La puerta se cubrió de verde, atravesada por miles de ramas que la abrazaban lentamente, cada vez con mayor intensidad. La fuerza del abrazo crecía, al mismo tiempo que aquellas plantas absorbían el poder que la aerani había depositado en ellas. La puerta comenzó a emitir un pequeño chirrido, como si un grito de dolor lacerante se escapara de sus juntas resquebrajadas.
Adanha despertó del trance en el que le había sumido aquel despliegue de poder y observó su obra con una sonrisa. El hierro parecía querer doblarse ante la presión y ella se acercó y tocó la puerta viva, y ésta estalló en mil pedazos ante sus ojos.
Miles de esquirlas de hierro afilado volaron hacia el interior de la ciudad. Los más afortunados cayeron fulminados, sin sentir apenas nada. Otros muchos en cambio, cayeron al suelo, mirando incrédulamente algún miembro que habían perdido: un brazo, una pierna; quizás buscando a tientas entre la ceguera repentina una mano amiga que los ayudara a incorporarse y huir. Huir. La ciudad estaba perdida y ellos lo sabían. Aquellos que observaban los rostros horriblemente desfigurados, los cuerpos desmembrados de aquellos que momentos antes formaran con aire decidido la primera línea de la defensa, lo sabían. Una riada de soges y hombres atravesó el umbral, mientras las espadas se batían con presteza, y el olor del miedo se fundió con el olor a sangre y muerte. Tras ellos, la línea de los elfos de Hanié entró en una segunda oleada, dejando a un lado los arcos para iniciar la lucha cuerpo a cuerpo.
Adanha avanzó con ellos, espada en mano, pero nadie osó acercarse a ella, hermosa y terrible. Bella a pesar de la crueldad de su mirada. El despliegue de su poder había sido para muchos suficiente. Sus pies descalzos se tiñeron de rojo, mientras la lluvia caída creaba decenas de pequeños ríos de color rojo intenso que se deslizaban sobre las baldosas de piedra.
Pero una mujer de cabellos negros le salió al paso. Sus ojos amarillos reflejaban la mirada de quién sabe que todo está perdido aunque enfrentaría a la misma muerte hasta el último aliento.
Adanha sonrió, y su mirada pareció dulcificarse un instante. Se acercó a ella, mientras sostenía a Aldil hacia abajo, como si fuera simplemente una extensión más de su brazo.
—La Serpiente Roja se presenta ante mí, al fin. Debéis saber que extrañé no enfrentaros en la batalla anterior, Señora.
Los ojos de la Serpiente, atentos a sus labios, sonrieron también.
—Podría deciros lo mismo, Adanha, Dama del Odio, Señora de la Muerte Susurrante. Grandes historias se cuentan de vos, y no menos grandes alabanzas recibe el poder que la diosa puso en vuestros ojos.
—Y aún así, vienes a mí —sentenció—. Y deseas enfrentarte a mi, a pesar de todo. No es la muerte el obsequio que deseo entregaros, y vos lo sabéis. Quizás esa sea la ventaja que creéis poseer sobre mí.
—Tal vez lo sea. Pero ante todo esta el honor de defender esta ciudad, mientras sea capaz de esgrimir un arma, y mientras el alma guerrera que hay en mí me sostenga. —La Serpiente giró las muñecas y sus dos dagas relucieron, salpicadas de agua de lluvia.
Adanha rió, y alzando a Aldil sólo dijo:
—Enfrentemos pues el momento de la última batalla. Pues si la muerte es la recompensa que deseáis, no seré yo quien os niegue el justo descanso. Ades sabrá reconocer vuestro valor.
La Serpiente era astuta. Adanha lo sabía, y por eso mismo, simplemente esperó. Un segundo eterno, mientras ambas se medían mutuamente en silencio... y finalmente la nihte se lanzó al ataque. Ineir Asthra atacó con destreza, rodeándola e intentando desviar la atención de Adanha sobre su daga derecha, mientras con la izquierda intentaba asestar la puñalada mortal. Y Adanha rápidamente se giró mientras Aldil paraba el primer golpe, mientras ágilmente desviaba la segunda daga sosteniendo su Daga Blanca.
Un reflejo de sorpresa apareció en los ojos de la serpiente, mientras retrocedía ante el contraataque de la aerani. Sólo un segundo, mientras espada y dagas danzaban rápidamente ante los ojos de ambas, siguiendo el instinto guerrero que ambas poseían. Medidas, casi de igual a igual, adivinando prácticamente el siguiente movimiento del contrincante, el tiempo pasaba y el cansancio pasó factura. Adanha, aenari por naturaleza, había desplegado gran parte de su fuerza y su poder para derribar la puerta. Ineir, una gran dragona nihte, también se resintió del ataque. La daga de ésta penetró hasta la empuñadura en el hombro todavía sensible de la aenari, y al retirarla bruscamente, dio lugar a un gran baño de sangre que se deslizó por su cuerpo.
Adanha, miró incrédula un segundo la herida, y su furia la ayudó a asestar un golpe definitivo, hundiendo la espada en el costado izquierdo de la nihte, que se dobló hacia delante mientras sus manos abrazaban la herida.
Fue en ese momento, en el que Osrûn Sar, general del ejército del Condado, hizo sonar las trompetas llamando a retirada. Dos hombres con la librea del cuervo de Bren Tornya, manchados de sangre, asieron a Ineir y se la llevaron contra su voluntad. Pero ambas ardían en deseos de volverse a enfrentar. Y Adanha sabía que tarde o temprano así sería.
Avaram era una hermosa ciudad manchada de sangre. Una ciudad que ya era suya.

© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

18 de diciembre de 2011

La Batalla de Ávaram

La Batalla de Avaram

Dos días habían permanecido apostados a las puertas de Avaram. Dos días de incertidumbre y extrañeza. Los enormes muros negros de la ciudad parecían elevarse cual montañas ante sus ojos, y la sombra que la cubría apenas mitigaba su imponente presencia. Pero ya todo había concluido, y lo que proyectaba no era más que un eco dolorido del poder que emanara dos días antes.
Ante la ciudad, se abría una explanada artificial, apenas estorbada aquí y allá por tocones de diversos tamaños; recuerdos enmohecidos de lo que antaño fueran árboles, nobles y esbeltos. No parecía haber importado en nada a aquellos quienes segaron su vida. Y nada importaba a quienes los observaban ahora. Entre ellos, la tierra había tornado sus matices dorados con la textura roja de la sangre que se filtraba en cada grieta y en cada brizna de hierba.
Quizás la tierra roja era lo primero que se observaba al mirar el lugar devastado. Pero los ojos pronto se acostumbraban al color, para descubrir después el susurro de los muertos. Cientos de cadáveres yacían en posturas imposibles, desperdigados, mientras el viento movía sus ropas y sus cabellos empapados en sangre. Miles de ojos miraban al vacío, al cielo encapotado, o al cadáver más cercano, con esa mirada muerta, incrédula, con el dolor atravesado en diminutas pupilas negras. Quién sabe qué pensamientos poblaron aquellas mentes durante su último estertor; sería un secreto entre ellos y la Diosa, la Dadora de Vida, la Juzgadora última de su obra y su pensamiento.
Adanha bajó la mirada pues sus pensamientos fueron turbados repentinamente por algo que asió suavemente su tobillo. La muerte no era piadosa a veces, pensó. A sus pies, un hombre yacía atravesado por muchas flechas empenachadas de rojo y negro. Sus labios, otrora carnosos, quizás sonrientes, estaban teñidos de azul, pues el veneno estaba haciendo su efecto. La elegante y delicada librea con la oscura figura del cuervo apenas se distinguía entre jirones, sangre y vísceras; aunque Adanha sabía al observar sus heridas, que estas últimas no eran suyas, sino de algún otro cadáver más afortunado.
Se puso de cuclillas y observó al hombre a los ojos. Rubios cabellos, ahora apagados en un tenue tono ceniza y unos ojos azules de incomparable belleza, ahora cegados por la negrura infinita de la muerte cercana. Y el dolor. El hombre la miraba, y algo en sus ojos cambió el semblante de ella. Pues pudo ver que en la muerte, aquel soldado del Condado de Bren Tornya, no tenía miedo sino esperanza. “Maldita sea!”, murmuró, pues era presa de una sensación que hacía mucho tiempo se había dormido en ella para siempre. El hombre tosió y un pequeño reguero de sangre se deslizó por la comisura de sus labios. Ella se rindió. Deslizó su mano derecha hacia la pequeña daga que llevaba enfundada en una especie de brazalete. El brillo apagado de la daga se deslizó a través de la carne, y se hundió en el corazón del hombre que respondió con una sonrisa de dientes ensangrentados. No hizo falta más; Adanha acarició su frente un segundo, y cerró los ojos del hombre muerto, pues no era capaz de soportar su mirada...
Se levantó y se dirigió a su tienda, acariciando el hombro herido, e intentando no recordar aquellos ojos. Su mente vagó entonces por el tiempo. Aquella batalla que había dejado los campos ensangrentados. Recordó cómo habían llegado a Avaram; el ruido de pisadas había quedado atrapado en el Bosque del Susurro. Al principio, mil trasgos vociferantes habían llegado finalmente silenciosos, pues sus voces quedaban atrapadas en la magia del bosque, y aquello escapaba a su limitado entendimiento. Hombres de miradas torvas y engalanados con negros ropajes avanzaron tras los trasgos con paso seguro a través del espeso follaje. Y precediendo la comitiva, casi cien ogros armados con hachas y machetes, abrieron camino entre los árboles.
Adanha cabalgaba tras todos ellos, sumida en pensamientos sombríos. Sus ojos de color violeta intenso miraron sin ver el camino, y su rostro sólo reflejó una firme determinación. A su derecha, Hanié cabalgaba erguida, con sus hermosas trenzas negras salpicadas de diamantes ondeando al viento, cual gotas de rocío sobre su cabello. A su izquierda, Kranhe, de porte impresionante con su armadura negra y su caballo negro. Podía vislumbrar el brillo de sus ojos a través del yelmo, como un haz de luz ante la sombra de los árboles. No había palabras. Nada que decir.
El amanecer llegó, y la penumbra de los árboles dio lugar a una hermosa inundación de luz. Los primeros rayos de sol cegaron sus ojos, y el sonido de los tambores atravesó la planicie para llegar ante los muros de la ciudad.  Los portaestandartes alzaron al cielo los altos pendones negros bordados con la llama roja. Y el sonido de las trompetas acompañó su danza al viento. Adanha espoleó su caballo, y los capitanes de los Señores de Angh avanzaron entre las columnas alineadas de su ejército.
Sobre las murallas, los soldados del Condado de Bren Tornya miraban incrédulos pero desafiantes el despliegue del ejército enemigo. Entonces la voz de Adanha atronó la ciudad, y se alzó sobre los muros.
—¡Oid el mensaje de los Señores de Angh! Amos de Aranorth desde tiempos remotos, no toleraremos reto alguno ni soberanía fingida sobre estas tierras. El bosque es nuestro, y sin duda la ciudad lo será también. Salid y defendedlo si encontráis entre vosotros alguien con el coraje suficiente. O salvad lo que podáis y huid. Pues la muerte ha venido a buscaros, y no se marchará sino con las manos teñidas de vuestra sangre.
El silencio siguió a sus palabras. No hubo más respuesta que el rostro a veces dudoso, otrora sarcástico, de los soldados apostados en los muros. Adanha rió entonces. Y su risa se elevó como una premonición sobre ellos. “Entiendo”, dijo. Dio la vuelta seguida de los suyos, para preparar la acometida.
Pero no esperaba una defensa tan fuerte. Las puertas de Avaram se abrieron de par en par al anochecer y una riada de soldados engalanados con el emblema del cuervo avanzó hacia ellos cogiendo desprevenida la primera línea del ejército de Angh. Cientos de trasgos perecieron bajo los últimos rayos del sol poniente. Algunos de ellos ni siquiera lograron desenvainar sus armas.
Kranhe permanecía firme mientras su hacha cercenaba y mutilaba sin piedad alguna, adelantando a sus hombres a duras penas hacia los muros de la ciudad. Tras ellos, cientos de elfos comandados por Hanié lanzaban miles de flechas empenachadas de rojo y negro, mientras su fiera loba Danhab arrancaba de cuajo la cabeza de un hombre que había osado acercarse demasiado a su ama.
Pero Adanha sentía peligrar la primera línea de su ataque, y dirigió hacia allí la furia de su embestida. A lomos de su caballo, su espada Aldil oscilaba a cada lado, arrollando a todo enemigo que encontraba a su paso. Desmontó al frente del ejército, mientras éste dudaba, y retrocedía ante la furia del ataque enemigo. Una flecha dio en el blanco entonces. La piel blanca de su hombro cedió paso a la sangre, y ella apenas se giró para romperla y arrancarla después de golpe. Un débil gemido escapó de sus labios; nadie lo oyó. Rasgó su capa del color azul noche, y vendó torpemente la herida. Su mirada, de furia y fuego, se dirigió entonces a los suyos:
—¡Avanzad malditos, avanzad! —gritó—. ¿Creéis acaso que escapar de esta batalla os permitirá vivir un segundo más de lo que yo disponga? ¡Avanzad, o conoceréis una muerte tan lenta y atroz que desearéis haber muerto en este maldito páramo! ¡Matad o morid malditos!
Mientras su voz se alzaba sobre ellos, Adanha luchaba con furia mientras miraba sonriente como la sangre teñía el destello cobrizo de Aldil. Los trasgos avanzaron. Cayendo y muriendo. Arrasando y matando. Miles de flechas tapaban ocultaban la luz de las estrellas y la luna, y el sonido de las armas apenas apagaba el susurro de los moribundos...
Dos días habían pasado apostados bajo los muros de Avaram. Dos días de incertidumbre y extrañeza. Pero la victoria había sido suya, a pesar del alto precio. Finalmente el ejército enemigo había cedido, superado en número y odio, y había corrido a ocultarse tras los negros muros de piedra y sombra. 
Y ahora... Ahora Adanha sólo recordaba unos ojos azules, y una tierra tinta en sangre.


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

15 de diciembre de 2011

Pueblos de Aranorth

Aret, viajeros de Erthara!
Los pueblos de Erthara siguen creciendo. Todavía quedan muchas regiones desconocidas en Aranorth incluso para nosotros; pueblos y reinos que van surgiendo y se nos van mostrando poco a poco.
En torno a los Nareltha, han ido surgiendo historias que nos han hecho descubrir muchos de los pueblos del Norte del continente. Los Hombres de Breald, los Uonu-Nyrr, los mercenarios de Gaeldor, los Gnomos Whaikise, los Enanos de las Montañas Blancas de Angennel, los Hombres del Desierto de Ma’Dahab conocidos como Askaramil. Todos ellos, de una forma u otra, se entrelazan en la historia de “El Equilibrio Perdido”, el cual ahora ha pasado a ser el segundo libro de la saga.
Pero Aranorth es grande, y su historia también. Así, en el noroeste surgieron un día los Sersémeles, Señores del Mar del Norte, y los Asgarun, los Caballeros del Árbol Rojo. Después vinieron los Gerem, los Jinetes de Dragón. En el extremo nororiental se estableció un conjunto de tribus de antiguos nómadas llamado Sagata, y en el Sur las guerreras amazonas Khelwenys con sus lobos, los Fauces Rojas, que forman parte de los Señores de Angh. Y esta semana hemos descubierto también a la Alianza de Kelthist, guardianes del Cáliz de Plata, y a los Hombres del Cuervo en el Condado de Bren Tornya.
La mayoría de estos pueblos ni siquiera forman parte de la historia principal de “Sangre de Hermanos”, pues ésta se centra únicamente en los Nareltha, y el resto de pueblos apenas si se deja intuir en algunos fragmentos. Pero están ahí, y querían darse a conocer aunque de momento sólo fuera formando parte de nuestros “Relatos Atemporales”. Estos relatos se remontan a cien años antes de que comience la historia de “Sangre de Hermanos”, y algunos de ellos serán determinantes en lo que habrá por venir en “El Equilibrio Perdido”, y más aún después, en el tercer volumen de la saga.
Pero no sólo hemos descubierto pueblos de Aranorth. La mitología de Erthara también se nos ha mostrado más completa si cabe, pues el mundo de los Dioses es complejo, y se remonta a miles de años atrás en el tiempo. Así hemos podido saber de los Aeranir, los Dioses Estrella o Hijos de la Estrella, y de cómo muchos de ellos han descendido a Erthara para guiar a los Hijos Menores de los Dioses, aunque algunos de ellos se hayan perdido en el camino, y hayan tornado su alma hacia el mal, sobre todo embaucados y engañados por la mismísima Alanta, Señora de la Noche.
Así, todo un mundo va tomando forma, superando incluso la imaginación de sus propios creadores. ¡Y esto es sólo el principio!

11 de diciembre de 2011

Buscando el límite del deseo

Saludos de nuevo, viajeros de Erthara!
Hoy os traemos una entrada un poco más personal de lo que estáis acostumbrados, puesto que queríamos pediros vuestra opinión acerca de uno de los fragmentos del libro.
La cuestión es que, como siempre comentamos entre nosotros, hay ocasiones en las que hay que ponerle límites a la descripción de algunas escenas, en concreto aquellas de contenido sexual. En ningún momento hemos pretendido hacer una historia excesivamente sexual, pero a veces los escritores somos esclavos de nuestros propios personajes, y no podemos más que dejarnos llevar por ellos. ¿Y qué podemos hacer si realmente una escena nos pide un acto de sexo salvaje, de pasión violenta, en el que los dos personajes se dejan llevar tanto por su amor y su deseo como por sus miedos y su desesperación?
Es por eso que queremos que nos deis vuestra opinión respecto a uno de los fragmentos de la historia. ¿Es acaso demasiado explícito? ¿O estamos en el límite adecuado? ¿O quizás por el contrario somos demasiado blandos con este tema? De verdad, que agradecemos todos vuestros comentarios y consejos. ¡Los necesitamos!

Queremos dar las gracias a todos los que nos habéis dejado vuestros comentarios. Nos habéis sido de gran ayuda. Hemos retirado el fragmento, más que nada por poder seguir estando abiertos para todos los públicos, aunque también procederemos a retocarlo, siguiendo vuestros consejos.
¡Gracias a todos!
© Susana Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).


7 de diciembre de 2011

Relatos atemporales: Namarië Vinyamar

Enmarcados dentro de los "Relatos atemporales", y muy lejos del mundo de Erthara, algunos relatos son un simple homenaje a la obra del maestro Tolkien, y están ambientados plenamente en su obra. Sobre todo en "El Silmarillion", una obra que por quedar en cierta forma inconclusa, hace posible que nuestra imaginación vuele, reencarnándose en antiguos personajes, pudiendo vivir en primera persona las gestas de los grandes héroes de la Primera Edad.

"Namarië Vinyamar"
La Maldición de Mandos pesa sobre mí. Aunque Mandos sabe que la maldición ya me ha alcanzado, y ya he perdido aquello que yo más amaba.
Más allá de las montañas, el aire trae consigo el sabor salado del mar, y su inconfundible aroma agridulce. Valinor. Ojala pudiera regresar a Valinor.
Pero estoy maldita, como todo este pueblo maldito al que he seguido al Exilio. La tierra donde todas las heridas se curan. La tierra donde no existe el dolor. ¿Paseará ella de nuevo por Tuna, quizás de la mano de nuestro padre? Pero no. No puede ser. Ella llevaba consigo el peso de su propia maldición. Aún puedo escuchar la voz de Mandos, como un trueno que estalla en la tormenta más intensa. “Ni aunque todos los que habéis asesinado rueguen por vosotros”, dijo. ¿Cuántas edades habrán de pasar antes de que podamos reunirnos de nuevo?
Yo no puedo regresar a Valinor. Valinor seguiría siendo un hogar vacío sin ella. Y la MaldiciónLa Maldición llegó a mí en aquél momento en el que el horizonte se iluminó de rojo y desveló la traición de Losgar. ¡Maldito seas Fëanor! Incluso él debía ser si cabe más afortunado, pues la muerte se lo llevó pronto a las Estancias de Mandos. Yo en cambio, aún sigo aferrada a Arda.
¿Y ahora qué? El tiempo no ha cerrado las heridas. Mi amor, mi esperanza, mi ilusión de vivir… todo aquello ha muerto en el Hielo Crujiente. Al norte de la tierra, una tumba de hielo alberga no sólo el cuerpo de mi hermana y de muchos otros, sino mi espíritu.
Pero la vida sigue. He oído esa frase de labios de Turgon muchas veces. La pequeña Idril ha crecido, y aunque Turgon lleva muy dentro de sí el dolor de la pérdida de Elenwë, parece que poco a poco va recuperando la ilusión por la vida. Una ilusión que yo no puedo recuperar.
No fueron pocas las veces que sentí deseos de arrojarme desde las más altas torres de Vinyamar. ¿Por qué sigo aferrada a Arda si ya nada queda en ella para mí? No lo entiendo. La Maldición me lo ha arrebatado todo. Y aún así, no soy capaz de rendirme a la muerte. Aún no.
Las calles de Vinyamar están prácticamente desiertas. Día tras día han partido las compañías enviadas por Turgon a través de las sombras de Ered Wethrin. La Ciudad Escondida nos espera ahora, pero sé que tampoco en ella encontraré la paz que anhelo. Pues ese ha de ser el destino de Turgon e Idril, pero no el mío.
Y una y otra vez he demorado la partida, aunque el Rey me ha ordenado hace ya mucho tiempo que me una a una de las compañías que emprenda la marcha.
Pero hoy ha sido el día. No he podido demorarlo más, y ahora la comitiva deja atrás las calles semidesiertas, y mi caballo camina lentamente, acompañando el pesar de su dueña. Es un viaje sin retorno, y todos lo sabemos.

Los primeros rayos del sol cubren de tonos anaranjados el cielo, mientras tras las escarpadas montañas del este el astro empieza asomar en un nuevo día. Sobre las montañas del norte brilla aún débilmente la sonrisa de la luna, con una blancura casi traslúcida.
Una sombra cruza fugaz por encima de la luna. Creo intuir la forma. Unas alas desplegadas quizás. Pero no estoy segura. ¿Acaso lo habré imaginado?
Agito la cabeza suavemente, y me obligo a mí misma a olvidarme de aquella imagen. ¿Acaso importaba? Mi caballo reemprende la marcha, y se reincorpora a la larga columna de elfos que marcha silenciosa hacia el este.
Los Marjales de Nevrast han quedado atrás. Las sombras de Ered Wethrin aparecen frente a nosotros, cada vez más pronunciadas, trayendo consigo el nuevo destino que aguardaba a mi pueblo.
Mi pueblo. ¿Desde cuándo aquella palabra parece haber perdido todo significado para mí? En el oeste queda ahora Vinyamar. El hogar de tantos años. Y al este, la Ciudad Escondida aguarda ya, albergando a la mayor parte de mi pueblo, y a muchos otros que a lo largo de los años se unieron a Turgon en Nevrast. Pero no siento dolor alguno en la despedida. Ni la más mínima esperanza en la nueva ciudad del Rey. Toda mi esperanza murió años atrás en el norte.
¿Qué hago entonces siguiendo una vez más al pueblo de Turgon? ¿Qué es lo que me retiene a su lado? Entonces me doy cuenta de que ya no hay nada. Idril ha crecido. Puedo ver en mi sobrina la imagen de su madre, y cada vez que la miro, el dolor de su pérdida renace en mí y abre una herida que nunca terminará de cerrarse. Quise mantenerme a su lado, mientras me necesitara. Y por ello renuncié a mi venganza. Ahora ya no me necesita… ¿por qué seguir entonces esta comitiva que me lleva a un lugar donde nunca deseé estar?

Una noche más se apodera nuevamente del mundo, y el manto de estrellas de Varda se extiende sobre el cielo. Soy la última de la comitiva, aunque no he mirado atrás ni una sola vez. Pero hemos atravesado el paso de Ered Wethrin, y Nevrast se ha convertido en un recuerdo que se marchitará con el tiempo.
La marcha es ligera. Muchos de los que me acompañan ansían llegar a la Ciudad Escondida. Muchos otros en cambio sienten los pies pesados, bajo los recuerdos que han dejado escondidos en Vinyamar, a la que nunca regresaran. Yo soy la última, y se que algunos creen que me he dejado llevar por el peso de esos recuerdos. Ni siquiera son conscientes de cuanta razón tienen. Los recuerdos de la marcha a través del Helcaraxë me pesan cada vez más, por que no he dejado nada en Vinyamar que deba ser recordado. Pero mientras avanzamos una idea se va abriendo paso en mi mente, cada vez con más fuerza.

Tomamos un breve descanso una vez hemos conseguido cruzar el Teiglin y el Malduin. La noche vuelve a acompañarnos en nuestro peregrinar, pero nos detenemos apenas lo suficiente como para recuperar fuerzas. Ya queda menos. Los días han pasado uno tras otro con una monotonía agotadora. Noche tras noche cabalgamos silenciosos, al amparo de las cumbres de Ered Wethrin, como si sus cumbres se hubieran convertido en nuevos integrantes silenciosos de la compañía. Pronto las dejaremos atrás, pero no será esta noche… ni quizás la próxima.
El silencio es además nuestro mejor aliado. Las huestes de Morgoth acechan, y cada paso que damos hacia las cumbres de las Montañas Circundantes, mayor es el peligro que se cierne sobre nosotros.
Un murmullo apagado acompaña nuestra partida nuevamente. Y cada vez estamos más cansados… Una nueva luna nos acompaña en la partida. Hace un mes que partimos desde Vinyamar. Y ya no sentiremos más el sabor salado del mar…

Seguimos las Ered Wethrin hasta casi llegar a Tol Sirion. Pero finalmente no llegamos a ver la Isla. Simplemente vadeamos el río y avanzamos hasta encontrarnos nuevamente a la sombra de unas montañas. Esta vez son las Montañas Circundantes. Y la cercanía de la Ciudad Escondida vuelve a dar alas a los pies de los más animosos.
Ahora nuestro camino se desvía al Sur, en busca del Río Seco, y del paso secreto. Pero yo no llegaré a encontrarlo… Mi decisión ya ha sido tomada. Las pocas pertenencias que deseo conservar las llevo conmigo, en la alforja de mi caballo.
Un gran pesar hay en mí. Se que ha llegado el momento de la separación. No me despedí de Turgon. Ni siquiera de Idril, Pies de Plata. Pero volveré a encontrarlos, cuando nuestros destinos se cumplan. Cuando la Maldición llegué a su fin y podamos reencontrarnos nuevamente en Tuna, en la Hermosa Valinor.
Pero también llevo conmigo unas migajas de una esperanza que parece renacer. Un mundo nuevo por descubrir…

¿Por qué Turgon jamás deseó vengar la muerte de mi hermana? La Maldición de Mandos nos había encerrado a todos en un círculo de destrucción imparable… pero él decidió esconderse. Siempre me dijo que la sangre derramada mancharía sus manos más aún si cabe… y yo nunca quise escucharle. ¿Qué más podía arrebatarme Mandos? La sangre de los hijos de Fëanor era un precio justo. Con gusto hubiera pagado el precio que fuera por sentirla deslizarse sobre mis manos…
Hoy, mientras un nuevo día comienza a despuntar y Arien ilumina nuevamente los cielos con su belleza, comprendo al fin. Es el amor hacia Elenwë lo que le impide culminar la venganza. Pues he comprendido que esa sangre le separaría nuevamente de ella. Y él no ha perdido aún la esperanza de reencontrarse con ella quizás ante Mandos, o quizás nuevamente en Valinor.
Y yo, que he tardado tantos años en comprender… ahora por fin siento que esta separación cerrará mi herida para siempre. Mientras mis compañeros duermen, me deslizo lentamente y en silencio, guiando por la brida a mi caballo.
Namarië Vinyamar. Namarië Elenwë.

© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

4 de diciembre de 2011

Relatos atemporales: La Caída de Caras Aelin

Aret, viajeros de Erthara!
Aunque muchos de estos relatos fueron escritos antes de que Erthara existiera, también queremos compartirlos con vosotros. Forman parte de una gran historia, y quizás, quien sabe, acaben adaptándose a nuestro nuevo mundo. De momento los compartimos tal cual surgieron en su día, como podréis comprobar, totalmente ambientados en el universo de Tolkien. Esperamos que os gusten!



"La Caída de Caras Aelin"

No deseo la victoria.
La victoria es siempre pasajera,
No queda después sino la muerte,
El regocijo; el gozo falso de la vida;
Una hierba caída sobre el hombro,
Un refugio que aguarda su retorno,
Un escondido llanto después de la
Batalla y la victoria.
No deseo la victoria ni la muerte,
No deseo la derrota ni la vida.
(Javier Heraud)

Mis ojos vidriosos contemplan mi propia muerte, reflejada en los ojos de otro cadáver que yace frente a mí. No concibo ya como propio el rostro ceniciento, ni  los labios ensangrentados. Ni la mirada muerta, ni la respiración ausente. Y no sé si lo que veo en aquél es mi reflejo, o si lo miro a él, y mi muerte imita la suya. Un velo de negrura ha caído sobre mis ojos, y aún así, el campo de batalla se exhibe ante mí sin pudor, sin vergüenza propia o ajena. Y exhibe mi muerte, y la muerte de aquél, y la de otro más allá de éste. Escena macabra sería para mí, sino estuviera ya  preso de la Muerte..

Pero la Muerte no distingue en su dispensa. Igual que vino a mí, llegó a mi enemigo. Ahora, nuestros brazos entrelazados ya no se alzan con odio, ni esgrimen la Muerte traicionera.

Cuenta la leyenda que ni siquiera las estrellas quisieron ser testigo de tanta muerte. Que cubrieron sus ojos con grandes velos de nubes, y que éstas lloraron amargas lágrimas, que fluyeron como torrentes sobre la tierra y la piedra. Y que la ira de la muerte injusta se conjuró en ellas. La voz de los Dioses se oyó en cada trueno. Y rayos de ira hirieron el cielo.

Porque nunca hasta esa noche hubo de llorar Aranorth tanta muerte. Y toda esperanza de paz se volvió vana.

Ahora nadie recuerda cómo surgió el odio. Un día lo supimos, no lo dudo. Ahora simplemente ha caído en el olvido. Quizás los grandes señores de ambos pueblos  conserven acaso la memoria intacta. Quizás ellos puedan responder nuestra eterna pregunta. Por qué morimos.

¿Pero acaso nos consolaría saber que nuestra muerte tuvo razón alguna? ¿Suplirían las razones los abrazos jamás recibidos, los besos jamás otorgados? ¿Suplirían el amor de mi madre y de mi padre, de mi hermano y de mi hermana? ¿Suplirían el dulce aroma de mi amada yaciendo junto a mí en el lecho? ¿Sus caricias? ¿Sus besos? ¿Sus gemidos de amor lanzados a mi oído? ¿Los hijos que nunca pudo darme?

Ni siquiera la Muerte ha conseguido darme razón alguna. Simplemente me llevó con ella, como a tantos otros aquella noche. Mil y una veces nos hemos vuelto hacia ella suplicando una razón. Mil y una veces se ha encogido de hombros, y su sonrisa helada ha sido la única respuesta.

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Cuenta la leyenda que ni siquiera las estrellas quisieron ser testigo de tanta muerte. Pero la batalla aciaga comenzó al atardecer, y el sol aún brillaba en el cielo. El Dios Sol descendía ya imperturbable hacia su lecho nocturno, como en todos los días por venir hasta la Última Batalla. Pero las primeras nubes se acercaban tenues, lúgubres. Silenciosas. Y mientras la tierra verde se oscurecía, ambos ejércitos se extendían en la llanura.

De un lado, los soldados de Esteldor alzaban sus estandartes que ondeaban al viento perezosamente, desdibujando los tonos dorados y anaranjados que representaban los rayos del sol fluyendo sobre sus tierras. En el centro, un ave extendía sus alas de fuego sobre un lago verde.

Del otro lado, el ejército de los ramalië,  mucho mayor en número, exhibía con orgullo estandartes del color del cielo ensombrecido.  Una espada descendía hendiendo el cielo, y su sangre roja se derramaba por su filo. Y a ambos lados, sombras de alas, Águila y Vampiro, representando el equilibrio.

Las fuerzas se midieron mutuamente, en un tiempo que para ellos fue eterno. Armaduras como de plata refulgieron en el campo de batalla con los últimos rayos de sol, y después centellearon con los primeros rayos de la tormenta. El metal emitió los primeros quejidos al son de la lluvia.

Grandes señores de los Nainiri esgrimían sus armas, dispuestas a la batalla. El Señor Elfo Nowë, cuya cabeza y rostro permanecían cubiertos por un extraño yelmo. Junto a él, una figura de luz se proyectaba sobre la hierba. El Señor de los Maiar, Iaurandir, que no llevaba armadura alguna, pues diríase que ningún arma mortal podía dañarlo. Un Señor de los Hombres se hallaba también con ellos. Báldor el Valiente, le llamaban, pues había defendido la ciudad anteriormente a sangre y fuego. La armadura plateada aparecía ajada de la batalla anterior, pero en sus ojos grises el fuego de Caras Aelin no se había extinguido.

Frente a ellos, la mirada insolente de las grandes señoras de los Ramalië. Naredhel Anariel, Sacerdotisa y Regente de Heren Fanyarëa. Sus ojos dorados parecían brillar con luz propia, mientras sus cabellos cobrizos se alzaban en torno a su rostro, anticipándose a la batalla. Junto a ella Lómëa Útyelnaike, Señora de Sornosunë. Mientras sus manos mantenían tenso su arco, sus ojos azules observaban fijamente al enemigo, y la Muerte en sus manos ya había escogido. Alkalabrindeth, Dama Guerrera, se mantenía firme junto a ella. No había armadura capaz de contenerla. Llevaba ropas de cuero, y apenas una cota de cuero sobre la camisa blanca. Su mano izquierda sostenía un escudo dorado con tonalidades rojizas. Su mano derecha blandía la Maza del Dragón, con los colmillos del dragón deseosos de probar nuevamente la sangre de los hombres.

El sonido de los tambores aplacó cualquier otro sonido, y descendió sobre ambos ejércitos. Y el ritmo de sus corazones se acompasó al mismo, y todos latieron al unísono en efímera armonía. Luego llegó la destrucción.

La flecha lanzada por Lómea se unió a cientos de hermanas que surcaban el aire en su misma dirección, y evitó a su vez a muchas otras que se cruzaron en su camino. Los tambores se apagaron de repente, y el silencio que quedó fue roto por un grito de guerra que se elevó de las gargantas de ambos ejércitos. Después llegó el dolor.

La enloquecida fiebre de la guerra les empujó. Las espadas brillaron por última vez inmaculadas. Sus pies recorrieron rápidamente el espacio que los separaba, y se fundieron en sangriento abrazo. Entonces llegó la Muerte.

Muerte en mil formas concebida. Muerte que hiere y después, mata. Muerte que llega a veces a escondidas. Otras veces de frente, para encararla. Para verla llegar y maldecirla. Que se abre paso entre la carne. Desgarra. Corta. Cercena la vida. Tantas formas distintas para una sola Muerte. Siempre la misma.

Pero la Muerte no escoge bando alguno. Ni hace en sí misma vencedores o vencidos. Su mano fría acaricia cualquier frente. Y no distingue en su caricia al señor del soldado.

Cuando la Muerte finalmente se acercó hasta Lómëa, sus ojos azules la miraron fijamente. No hubo miedo en ellos mientras el acero de la espada buscaba refugio en su vientre. Tampoco lo hubo cuando la espada abandonó su refugio y cayó de rodillas sobre la tierra. Un suspiro leve escapó de sus labios, y después agradeció la inconsciencia.

Se dice que Alkalabrindeth cayó entonces, pues se acercó hasta Lómëa para librarla de la muerte. Y aún así  la Muerte rozó su cuello esbelto. Una única flecha lanzada con tino poseyó su carne, atravesando su garganta. A veces la Muerte se hace desear. Su cuerpo quedó tendido sobre la hierba, y sus ojos azules se clavaron en el cielo sombrío, recibiendo la lluvia. No pudo liberar su dolor con gemido alguno. Sólo hubo silencio…

La lluvia empapó la tierra, pero los charcos de lluvia y barro eran de sangre. No había tierra capaz de absorber tanta sangre derramada.

El Poder fluyó entonces. La batalla no podía ser ganada. Naredhel Anariel elevó su voz al cielo, y sus rayos parecieron escucharla. Cayeron sobre el enemigo sembrando el desconcierto, y el fuego brotó de sus entrañas.

-Un poder sangriento y arrogante se levantó de la raza para expresarla, para dominarla. Se alzó como los muros azotados por la tormenta. Como burla he construido un emblema poderoso, y lo canto verso a verso en la tormenta.

El fuego cubrió su retirada, pero Caras Aelin no resurgió de sus cenizas. Había sobre ellas demasiada muerte. Y sobre el verde valle, sólo había dolor.

Al derroche de sangre se le llamará victoria.

Quiebra la muerte la flor de esperanza,
Desgarra el alma una negra senda,
Son los hombres batiéndose en contienda,
Su ira cruel se sacia con  venganza.
Enfrentados con la guerra en la danza,
Olvidando la familia y la hacienda,
De odio en los ojos con una venda,
Reclamando al destino una matanza.
¿Qué tiene la paz que nadie la quiere?
¿Tan duro es el perdón y el olvido?
¿Por qué el ser humano el rencor prefiere?
¿Del abrazo fraternal qué ha sido,
Que la tierra ante la espada muere
Sin casi la vida haber conocido?
(Miguel de Asén)