Hacía ya casi tres días que la tierra había temblado bajo sus pies. Cerrando los ojos, se dejó llevar por el sopor en el que sentía sumido su cuerpo debido a las fuertes medicinas contra el dolor. Pero su mente estaba despierta, a pesar de que en aquél momento solamente deseara olvidar.
Recordaba el campo de batalla. Una imagen de sí misma, en medio de un campo plagado de muerte. De pie entre miles de cadáveres, mientras su sangre regaba la tierra, apoyada levemente en su espada clavada en un cuerpo inerte. El viento del anochecer agitaba suavemente su cabello, apelmazado debido a la suciedad de sangre y barro. Su rostro, teñido de un rojo oscuro, reflejaba un profundo cansancio. Una herida en la sien contrastaba como un río de un rojo vivo, frente al rojo apagado de la sangre seca, la propia y la ajena.
Pero el fuego de sus ojos, aquél que persistía a pesar de todos los embates de su cuerpo, aún no se había apagado. Su alma inmortal de Aenari, caída en el abismo del mal que la alumbraba, sólo sentía una furia incontenible. Y un odio indecible hacia ese cuerpo que apresaba su poder, y que limitaba su ser y su capacidad de destrucción.
La luz de la luna iluminó su cuerpo cuando logró asomarse apartando las nubes nocturnas. Sus ropas, destrozadas, apenas cubrían sus piernas. Descalza sobre la muerte, totalmente cubierta de sangre, recordaba la batalla que había llevado su ejército a la destrucción.
Su mente viajó en el tiempo, dejando atrás su cuerpo dolorido. Y vio nuevamente aquella batalla, que pasaría como una de las más grandes y dolorosas de toda Aranorth, pues tan grande había sido la furia y la entrega de ambos ejércitos, tan fuerte había sido la furia y la entrega de sus capitanes, que habían llevado casi a la destrucción de todos ellos.
Sobrevoló aquella mañana cubierta de una espesa niebla. Apenas podía atisbar entre ella el ejército del Condando de Bren Tornya, que había aprovechado las condiciones climáticas para acercar su ejército hasta las mismas murallas de Semre’en. Las negras torres, parecían en cambio elevarse hasta el cielo infinito, asomando entre la niebla, vigilantes y al mismo tiempo, ciegas a todo lo que se hallaba bajo ellas.
Ciegas como todos ellos, llevados por su orgullo a pensar que barrerían aquél ejército enemigo como barrerían cientos de hojas caídas en el campo. Reunidos en La Torre de Vahek, habían celebrado una reunión de urgencia para decidir cuál sería la estrategia a llevar. Pero ninguno había visto el peligro. Creyeron encontrarse a salvo. Creyeron que jamás aquél enemigo osaría cruzar los muros de una ciudad que les parecía inquebrantable. Creyeron, ciegamente, que al amanecer del siguiente día, el enemigo perecería engullido por su ambición, aquella que le había llevado a creer que los Señores de Angh rendirían Semre’en al asedio.
Pero todos se equivocaron. Adanha se maldijo a sí misma por su propia ineptitud, por su ceguera y por su orgullo, ahora tan resquebrajado como su cuerpo.
La ciudad no había caído. Semre’en se erguía, como siempre, negra y solemne sobre aquél foso de lava ardiente. Pero allá donde alcanzaba su vista ciega, todo era muerte y podredumbre.
Adanha levantó su espada, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para separarla del cuerpo en el que estaba incrustada. Llevaba tantas horas allí, que la sangre de la herida se había secado en torno a la espada, y ahora parecía un estrafalario adorno en el cuerpo inerte que la había alojado. Cuando finalmente logró sacarla, el cuerpo se movió como si alguien hubiera tirado del hilo invisible de una marioneta.
Se dio la vuelta y se encaminó a la ciudad tropezando con un cadáver tras otro, y se le hizo difícil mantener el equilibrio. A mitad de camino se sintió desfallecer, y cayó de rodillas sobre un cuerpo desfigurado, irreconocible… Ni siquiera podía percibir a cual de las numerosas razas de Erthara pertenecía. Se quedó observándolo fijamente, y luego bajó la mirada hacia sus manos, enterradas en las mismas entrañas de aquél ser. Una masa gelatinosa y sangrienta bañaba sus manos, y cuando las retiró, observó asqueada que las vísceras del ser se mantenían adheridas a ellas. Se zafó como pudo, e intentó levantarse sólo para comprobar que no le era posible. La herida de la pierna latía como si estuviera hecha de lava ardiente, y el dolor se hacía ya insoportable.
Recordaba vagamente haber dado órdenes precisas para la emboscada. Los Hombres Negros de Angh habían salido ocultos por la niebla de la noche, y habían preparado el camino del ejército de Bren Tornya. No sabían hasta que punto podrían aprovechar el factor sorpresa, pero los cuervos habían enviado noticias, y sabían que el enemigo se acercaba con cautela, aprovechando que la niebla velaba su paso.
Y mientras la explanada que se abría frente a las puertas de la ciudad permanecía desierta, también se habían preparado las defensas de la misma. Kranhe se mantenía al frente de lo que sería la primera fase de la defensa. Enormes catapultas situadas en aquellos lugares que habían considerado estratégicos, cargadas con enormes vasijas de brea hirviente. El hombre, de porte altivo, de mirada helada, se mantenía firme, mientras a su alrededor cientos de trentis nerviosos blandían sus cimitarras y golpeaban con ellas el aire, esperando con ansia la batalla.
Sobre una de las torres vigía de la muralla, Hanié se alzaba totalmente vestida de blanco, con su pálido y hermoso rostro atisbando en el viento, y sus trenzas negras elevadas en el aire. Una imagen fantasmagórica, hermosa y terrible. Bajó de la torre y paseó entre las filas de arqueros élficos que se mantenían con la mirada fija en el horizonte, intuyendo ya las primeras líneas de aquél ejército de silencio.
Tras las puertas, miles de trentis aguardaban, creando con sus voces un zumbido ensordecedor, apenas apagado por los tambores que surgían de las entrañas mismas de la ciudad, creando un clima de expectación, donde los segundos parecían alargarse en el tiempo, como si de horas se trataran.
La batalla había comenzado a la luz de un rojo amanecer cubierto de una espesa niebla. A lo lejos, el sonido de las trompetas había anunciado el inminente ataque, y Adanha simplemente había observado al enemigo, desde lo alto de los muros, mientras eran atacados por cientos de soldados camuflados, ocultos entre la espesura. Habían esperado a que la mayor parte de la comitiva pasara ante ellos, y los soldados del Condado, con la atención puesta en las puertas de Semre’en, no habían esperado este ataque. Sorprendidos, se volvieron para defender la retaguardia, al principio confusos y desorientados.
Pero la confusión no duró mucho tiempo. Las órdenes de Faerloss fueron precisas, y mientras la retaguardia era obligada a contener la primera embestida, prepararon las catapultas para el ataque a la ciudad. Enormes vasijas ardientes volaron hacia ella, estallando estrepitosamente y llenando el aire de fuego y destrucción. Cientos de hombres y orcos corrieron de un lado a otro, envueltos en llamas, y sus gritos quedaron apagados en el estruendo.
Kranhe a su vez dio por fin la orden de contraatacar. Soltaron las cuerdas que retenían el letal contenido, y el cielo volvió a arder para estallar después entre las filas del ejército atacante. Hanië puso fin al dolor de muchos de ellos, que convertidos en teas ardientes, eran abatidos por las certeras flechas de sus elfos. Pero no eran aquellos condenados al dolor del fuego hirviente su objetivo principal, sino aquellos que todavía serían capaces de blandir un arma.
El caos tras la ciudad, el caos en el ejército del Condado. Ruina y dolor, y un inmenso sentimiento de ira que prendió en el corazón de todos ellos. Las puertas de Semre’en emitieron un sonido resquebrajado, y se abrieron lentamente, y de ellas salieron cientos de trentis ávidos de sangre. Los primeros fueron abatidos por flechas, pero la riada parecía incontenible. Por cada uno de ellos que caía, parecía que salían decenas en su lugar.
Pero el ejército de Bren Tornya no era fácil de rendir, ni aún en aquellas condiciones adversas. Aún cuando ahora se hallaba en situación de defensa, atacó con furia y el ejército de trentis se vio obligado a ceder terreno, replegándose poco a poco hacia la ciudad. Y todavía guardaba entre sus filas una sorpresa escondida que no parecían haber tenido en cuenta.
Hanië y Kranhe salieron de la ciudad, y trataron con firmeza de contener el ataque. Kranhe cercenaba miembros mientras blandía su hacha teñida ya de sangre. Su armadura de plata relucía con tonos rojizos, mientras la sangre descendía por ella. Y sólo la furia de sus ojos negros detenía a aquellos que se arriesgaban a enfrentarlo.
Mientras tanto, Hanië deslizaba su espada en el vientre de un hombre, que observaba cómo la espada negra brillaba regocijada ante la sangre que le servía de alimento. A su lado, aquella que defendía a su ama por sobre todas las cosas, tiraba del intestino de un elfo que parecía detenido en el tiempo, con su espada aún en el aire, los ojos abiertos observando como su cuerpo se deshacía entre las fauces de la bestia, y tras el velo de dolor e incredulidad, la conciencia de que ya estaba muerto.
Pero pronto todo ello carecería de sentido. El suelo tembló, y todos volvieron la vista al frente. Por un momento el ejército del Condado pareció callar, mientras abría paso al enorme ser que avanzaba hacia las puertas de la ciudad.
- Un Nihte de fuego… - musitó Kranhe, mientras Hanié a su lado parecía considerar que la situación volvía a cambiar en su contra.
Y mientras observaban cómo el Gran Dragón se acercaba hasta ellos, los soldados de Bren Tornya reaccionaron, tomándolos por sorpresa. No tuvieron tiempo apenas de defenderse, pues fueron atacados por varios enemigos a la vez. El costado de Hanië quedó teñido de su propia sangre, mientras la espada que la había herido quedaba incrustada en su vientre. Kranhe fue acuchillado varias veces por la espalda, y cayó de bruces, intentando en vano levantarse y defender su vida. Fue Danhab quien, llevada por su furia animal, consiguió salvar la vida ambos. Y montó guardia sobre sus cuerpos hasta el final de la batalla, destrozando a cualquiera que osara siquiera intentar acercarse.
Adanha cruzó las puertas. El rumor había llegado hasta ella, y ahora sabía qué era exactamente lo que tanto había temido de este ataque. Pues de todas las criaturas que habitaban Erthara, aquellos Primeros Hijos de Rion, convertidos en Dragones de Fuego, eran de los pocos que se le podrían igualar en la batalla.
Vestida de blanco y plata, su cuerpo parecía brillar mientras caminaba descalza entre los cientos de cadáveres que custodiaban con su muerte las puertas, y salió al encuentro de aquél que parecía esperarla. Pocos se atrevieron a intentar detener su avance. Y ninguno de ellos pudo volver a levantarse.
Y entonces sucedió. Y de entre todas las batallas de Aranorth, pocos podrían llegar a narrar aquella que enfrentó a dos de los más formidables seres jamás creados por Eda. El cielo se cubrió de nubes negras, y el fuego de Agnarë amenazó con desbordarse sobre ellos, arrasándolo todo a su paso.
Pues sucedió que la cola del Dragón restalló con fuerza, envolviendo el cuerpo de Adanha entre llamas y sangre, y ella la asió con fuerza, y la cortó desde la base con su espada. Pero su cuerpo no se consumía, pues en su espíritu estaba el Fuego de las Estrellas. Y el Dragón, confuso, atacó nuevamente con la espada de fuego que portaba. Y ella alzó a Aldil frente a ella, y la espada de Ishanna brilló entre ellos, consagrada a esta batalla desde el principio de los tiempos.
Y así continuaron, mientras el mundo parecía haberse detenido a su alrededor. El ejército del Bren Tornya dudó, pues si bien habían confiado en la presencia de su capitán Dragón para destruir Semre’en, ahora tomaban conciencia de que también tras las murallas se escondían seres poderosos capaces de contener su embestida.
Faerloss, herida también en la batalla, ordenó que las trompetas anunciaran la retirada. El ejército de Semre’en comenzó también a replegarse, mientras los últimos combates se libraban en la llanura.
Y Adanha y el Dragón, ajenos a todo, heridos el uno por el otro una y otra vez, median sus fuerzas, mientras sus ojos alumbraban la retirada. Aldil parecía hundirse cada vez más en la carne oculta tras el fuego de él, y a su vez, la espada del Dragón se clavó en ella haciendo arder su cuerpo desde dentro.
Finalmente ambos, heridos, se miraron el uno al otro conscientes de que sólo con la muerte de ambos concluiría aquella batalla. El Dragón, profundamente herido, se alejó renqueando siguiendo a los suyos. Adanha en cambio, permaneció en pie apenas, y clavó su espada en un cuerpo que yacía a sus pies, para que le sirviera de apoyo.
Y mientras observaba alejarse a su enemigo, los minutos volvieron a convertirse en horas. Y las horas, simplemente, llevaron hasta un anochecer lleno de dolor.
© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
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