Sobre Erthara

12 de febrero de 2012

El Poder del Dragón



La luna, con su bello influjo plateado, gobernaba aquella noche desde lo alto del cielo y, frente a la entrada del gran bosque llamado Manto de Eda, el ejército encabezado por el caballero Darlak Marbail esperaba bajo la cúpula celeste. La noche traía consigo una masa de aire frío que estaba siendo transportada desde el norte, un aire cargado con una gran humedad que cada vez se notaba más. Frente a él, los ojos de Igalin Sulet, de pie a la luz de la luna, se tornaban en color oro intenso, reflejo del alma milenaria que se escondía en su interior. Su rostro, visiblemente perturbado, mostraba una preocupación creciente. A Darlak le inquietaba el silencio de Igalin pues desde que hubiera acudido a hablar con el Señor del Bosque, éste no había abierto la boca. Darlak no dudaba por la expresión de Igalin que algo iba a pasar y eso le hacía caer preso también de la preocupación.
Las tensiones políticas entre Tet Wup y la Alianza de Kelthist se estaban agravando debido a que los bárbaros del norte habían ayudado al insurrecto Bolged, y el Rey de Nailis les había declarado enemigos de Kelthist, cortando las relaciones comerciales y sometiendo a Tet Wup a un aislamiento territorial. Debido a ello, los bárbaros habían desplegado un ejército enemigo que se acercaba a Nailis con la intención de atacarle. Por esa razón, el rey Eartan había reforzado sus ejércitos y había pedido ayuda a todos los caballeros de Kelthist y los Condes de otras ciudades de la alianza. Sin embargo, no podían contar con Kielhe, gobernante de Blath Laidir, pues estaba enfrascado en sus luchas contra los Señores de Angh.
El tablero bélico se había dispuesto rápidamente. El ejército capitaneado por Aiglat y el dirigido por el propio rey, con la ayuda de Driane, protegería las fronteras del norte. Mientras tanto, el rey Eartan había decidido que el ejército que capitaneaba Darlak protegiera Nailis. Y, debido a ello, el rey quería contar con la ayuda de Sulet Igalin, Señor del Bosque, que vivía en una floresta situada al noroeste de la ciudad Nalais.

—Aún no he salido de mi amado Bosque y ya hecho de menos a mi hogar y a mi amada Annamel. —La voz de Sulet ahora sonaba lejana y distante—. Sin embargo, y a pesar del dolor que embarga mi alma a causa de la separación, voy a ir a la guerra contigo. Ésta será una gran batalla, lo puedo sentir. El Bosque está inquieto y el aire revuelto. Extraños rumores llegan a mis oídos y puedo ver lo que se avecina…¡Oh Eda! Que tu misericordia nos asista en estas horas negras. —Su voz parecía apagarse entre murmullos en antiguas lenguas.
— ¿Qué has visto? ¿Sabes cuando llegará el ejército enemigo? —preguntó Darlak.
—He visto guerra, muerte y dolor. Sangre derramada teñirá momentáneamente de rojo las tierras, y los cuerpos inertes serán numerosos. Y, en, medio de todo, ella, delgada y afilada, se abrirá paso entre todos y sin dejar que ninguno la alcance y la frene en su carrera frenética por alcanzar su objetivo…impasible a todo cuanto allí acaezca. Y entonces será cuando el impacto de su mortal beso se volverá visible y un grito en la batalla se alzará y tras el grito el amor o la amistad. Dudo cuál. Acudirán a socorrer sin sospechar que caerá también en aquella extraña red. El enemigo por un momento creerá haber vencido, pero una luz cegadora devolverá la esperanza y resguardará a quien ella besó y a la muchacha que a evitarlo acudió. —Igalin miró adelante y, entonces, añadió—: No, no sé cuando llegarán los enemigos. Pero deberíamos partir cuanto antes hacia Nailis.
Darlak dio la señal de partida a sus hombres. El resto del ejército les esperaba en la ciudad, preparada para su posible defensa.

Cuando llevaban dos horas de viaje, el Bosque que quedaba a su izquierda susurró inquieto al tiempo que un ligero rumor se propagaba de árbol en árbol. Otras dos horas después, Darlak tuvo que detener a la compañía. Igalin Sulet había sentido de pronto un terrible dolor en el pecho. Su vista se nubló y cayó del caballo junto a un árbol. Darlak bajó de su montura y se acercó a ver qué había ocurrido. Igalin tenía la mirada perdida y su rostro estaba pálido. Los ojos amarillos se habían tornado completamente blancos y su piel parecía arrugada y demacrada. Aunque los labios estaban secos y cortados, Sulet intentaba decir algo…pero nada inteligible salió de su boca. Darlak, desesperado, no sabía como actuar ante tal situación, pensó en lo que sería lo más correcto y decidió aquello que le habría aconsejado el propio Sulet…pero eso implicaba abandonarlo allí, al amparo de la luna llena y las copas de los árboles, y acudir a defender la ciudad. Igalin no le perdonaría que se retuviese más por él. Por ello y, tras una dura decisión, decidió partir. Dejó a Igalin sentado con la espalda apoyada sobre un árbol de tronco robusto y pasó antes de irse un paño húmedo sobre su sien…pero no reaccionó. Resultaba tan espeluznante y la vez tan triste… ¿Qué le diría a la bella Annamel sobre la suerte de su esposo?

Marbail marchó al fin al frente y, tras él, algunos de los caballeros de Kelthist, que esgrimían sus espadas. La compañía avanzó sigilosamente y, en poco tiempo, llegaron a las inmediaciones de la ciudad de Alianza de Kelthist. Al fondo pudieron vislumbrar un gran ejército que se había acercado hacia ella.
El regimiento de Tet Wup estaba a poca distancia de las murallas de Nailis. Así que Darlak hizo sonar los cuernos de guerra y ordenó que se lanzaran hacia el ataque, contra el ejército del norte. Fue entonces cuando el ejército de un bando y el de otro se mezclaron provocando una marea en la que la sangré fluía al cercenarse cabezas y mutilarse extremidades. Los gritos de unos y otros se fundieron en agónicas despedidas de la vida y bienvenidas a la muerte. El ensordecedor ruido de las espadas al chocar se confundió con el de las flechas navegando en el aire y con el crujir de las hachas de los enanos sobre los enemigos. Pero quizás lo que más resaltaba era el estrepitoso ruido del gorgoteo de la sangre que emanaba de las gargantas tanto de enemigos como de aliados al ser sus atravesadas por alguna flecha o degollado su cuello por alguna espada.
En la compañía de Darlak, los guerreros estaban dispuestos en el centro del ejército y, detrás de ellos, sobre una colina, se había quedado el regimiento de arqueros. Darlak luchaba en el centro, al tiempo que su espada brillaba con más fuerza. Eleil, la doncella del Bosque Manto de Eda que había conocido Darlak en el norte, vestida con una blusa verde y pantalones ajustados del mismo color, se hallaba también cerca, demostrando una gran fiereza en el combate.
—Las hordas de Tet Wup parecen ser numerosas —dijo Darlak a Eleil—. Va a ser una de las peores batallas en las que hemos luchado hasta hoy —anunció en voz alta para todos los que luchaban en el terreno de combate—; ¡pero no debemos olvidar que ésta es nuestra tierra, así que lucharemos, lucharemos por nuestros hijos y por nuestras tierras pues nadie podrá arrebatárnoslas! —El discurso fue ascendiendo de volumen con la sagrada intención de animar a su ejército. Afortunadamente, el entusiasmo de todos los integrantes de la tropa subió ante las palabras de aliento del capitán.
El ejército aumentó su empuje contra los enemigos y la batalla parecía decantarse por una posible victoria de Alianza de Kelthist. Darlak avanzaba dejando un camino de muerte a su paso en medio de un paisaje dominado por cadáveres llenos de sangre y barro. Una oleada de frío coraje impulsada por el empuje de Envinyant, su espada de hoja negra, hizo del combate para Darlak una carrera frenética por alcanzar la puerta de Nailis y controlar el ataque del ejército invasor.
El fragor de la batalla iba en aumento y los gritos del combate se alzaban por encima del ruido ambiente. El ejército luchaba cuerpo a cuerpo contra la horda invasora y muchos soldados tanto de los defensores como de los enemigos caían. Darlak se preguntaba dónde estaría Eleil en aquel momento pues había perdido de repente su rastro. Estaba perdiendo la noción del tiempo, inmerso como estaba en el torbellino de la batalla. De repente, un peligroso hombre le salió al paso cuando intentaba deshacerme del último que estaba delante de las puertas de la ciudad. Sin que Darlak tuviera tiempo de reaccionar, el hombre levantó el hacha que sostenía en su mano derecha y su golpe cayó sobre el hombro del capitán de una manera seca y certera. Intentando no perder el equilibrio y, con una potente estocada ayudada por la fiereza de su espada, Darlak golpeó con la hoja negra al hombre que le había atacado que cayó al suelo, sin vida. A pesar del dolor del hombro, el capitán siguió blandiendo su espada contra los enemigos que llegaban a socorrer al hombre que le había atacado. Sin embargo, de la herida del hombro brotaba mucha sangre y empezó a sentirse mareado. De repente, unos delgados brazos lo sujetaron. Darlak desvió la mirada hacia atrás. Era la grácil doncella Eleil.
—No estás ya en condiciones de seguir combatiendo, capitán —informó con cara de preocupación.
Darlak consiguió a duras poder recuperar el equilibrio mientras la doncella arrancaba un trozo de tela de su blusa verde para rodear su hombro. Alrededor, los gritos y choques de espadas empezaban a disminuir aunque la batalla parecía no acabar. Sin embargo, las pérdidas enemigas eran mayores.
De pronto, una flecha silbó en el aire en dirección a la doncella del Bosque Manto de Eda. Darlak reaccionó rápidamente, recuperando fuerzas, y la apartó recibiendo él la flecha que le atravesó el abdomen y cayó al suelo. Eleil, a causa del impulso de Darlak, cayó a su lado y se golpeó el brazo izquierdo.
Varios de los enemigos situados alrededor empezaron a lanzar saltos de júbilo al ver al capitán del ejército defensor caer. Sin embargo, una luz cegadora empezó a resplandecer. Todos pudieron ver cómo una extraña aparición venía a socorrer a los miembros de la compañía defensora de la ciudad. Era el poder de Sulet Igalin que venía a proteger la ciudad y sus combatientes. Muy pocos conocía la verdadera naturaleza del Señor del Bosque, pocos sabían que era uno de los hijos de Rion, un Dragón. El viento se purificaba allí por donde el gran dragón de color blanco e imponente presencia pasaba y la batalla dio un gran giro cuando muchos bárbaros empezaron a huir del campo de batalla, horrorizados por la presencia del recién llegado. Esto fue aprovechado por los hombres de Kelthist que comprendieron la naturaleza del dragón y lograron cambiar el sino de la batalla. Los Tet Wup dieron la señal de retirada.

Una vez terminada la batalla y adquirida su forma habitual de nuevo, Igalin se acercó hacia donde estaban Darlak y Eleil.
El viento de la mañana acariciaba el rostro pálido de Iglain mientras que las puertas de Nalais se abrían para que sus habitantes asistieran a los heridos y enterraran a los muertos.
—Y, ahora, buscaré a varios hombres para que te trasladen a las casas de curación de la ciudad, mi valeroso amigo —dijo Igalin a Darlak, que estaba apoyado en el tronco de un árbol. Igalin se interesó también por el estado de Eleil, cuyo brazo también estaba herido—. Y también tendrán que mirar ese brazo tuyo, mi doncella.
Los ojos amarillos de Igalin se confundieron entonces con el atardecer y su piel dorada brilló tenuemente. Pero la guerra no había hecho más que empezar.


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

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