La
noche se había adueñado del mundo nuevamente. La oscuridad del cielo se
reflejaba sobre las aguas danzantes, antes teñidas de rojo, y ahora
completamente negras. Caminaba a lo largo del pasillo que llevaba a su
camarote, en un estado de semiinconsciencia provocado por la evidente pérdida
de sangre, y al llegar a la puerta, estiró la mano acercándola al manillar sin
conseguir encontrarlo. El destino vino en su auxilio. La puerta se abrió desde
dentro, y la doncella que salía entonces dejó escapar un grito, y se apresuró a
recogerla en el momento en el que se desplomaba frente a la puerta.
Despertó
pasadas apenas unas horas, y se incorporó en la cama algo dolorida. Deslizó su
mano por la herida, y sintió la suave tela que cubría la zona a modo de venda.
Al menos el sanador había hecho su trabajo. La herida no había sido grave de
por sí, y ella lo sabía. Pero había perdido demasiada sangre, preocupada como
estaba por atender a Sasya e Hanië... Se envolvió en la sábana y se levantó de
la cama, sin poder reprimir un gesto de dolor.
Unos
golpes en la puerta la sobresaltaron.
–¡Adelante!
–dijo, y su voz le sonó extrañamente apagada y ausente.
La
puerta se abrió, y un joven soldado apareció ante ella.
–Mi
Señora. Lamento molestaros en vuestro descanso… –balbuceó al verla – Pero es
importante. Un barco se ha acercado a nosotros en la oscuridad. Desde el este.
Portaba bandera de Angh, y respondió correctamente a las señales establecidas
de seguridad. Un Señor de Angh pregunta por vos.
No
quiso reflejar la sorpresa que la noticia provocó en ella. Se dio la vuelta y
se acercó a una silla, sintiendo cómo las fuerzas le fallaban nuevamente. Se
sentó, y miró nuevamente al soldado.
–Has
hecho bien. Pero no me encuentro con fuerzas de momento para salir a cubierta…
No quiero que me vean así… Le recibiré aquí.
–Como
deseéis, Mi Señora –dijo el soldado con una reverencia. Pero Adanha pudo ver el
miedo en sus ojos.
Había
sido una dura derrota. Sasya al borde de la muerte. Hanië apenas un poco mejor.
El miedo era sin duda reflejo de la caída de los ídolos y los símbolos.
Aquellos que habían llevado a aquél soldado a luchar hasta la muerte. Y el
miedo era el peor enemigo para su voluntad.
Se
levantó nuevamente, y se cubrió con una bata. Un nuevo esfuerzo, y el cansancio
regresó, golpeándola como una maza. Se sentó en la silla, y se recogió los
cabellos. El espejo le devolvió una imagen a la que no estaba acostumbrada. Sus
ojos parecían hundidos en el dolor, y su rostro era una pálida máscara sin vida.
La
puerta retumbó nuevamente, y se abrió casi al instante. Un hombre apareció ante
ella. Un hombre que no había visto nunca. Vestía los emblemas de Angh bajo un
manto de color verde oscuro, y sus ojos negros la observaban asombrado.
–Dama
Shanadae… –dijo con voz profunda.
Ella
guardó silencio mientras sus ojos escudriñaban la mente del hombre.
–Os
envía Hatharion. Mas llegáis tarde. La batalla ha concluido, y muy
dolorosamente como podéis ver, Arham.
No
pareció sorprendido por sus palabras.
–Señora,
las historias de la belleza y la sabiduría de la Estrella de Angh apenas os
hacen justicia –respondió –. Sé que llego tarde. Daría cualquier cosa por haber
llegado antes y haber podido responder en la batalla. Pero no es tarde para la
venganza, Mi Señora.
Los
ojos de ella se iluminaron un instante, que desapareció de nuevo entre las
sombras.
–¿Venganza?
–preguntó, y luego repitió como para sí misma… - Venganza…
–¿No
deseáis la venganza?
Ella
sonrió entonces, endulzando su rostro.
–La
deseo –respondió –. Pero también se que pagaremos un alto precio por ella...
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–¡Señor! ¡Mi Señor! –el muchacho corría entre los corredores de tiendas que se
alzaban a derecha e izquierda. Llevaba los cabellos rubios manchados de ceniza,
y un leve tizne de sangre en su mejilla, mientras corría con todas sus fuerzas
gritando a través del campamento oculto en las laderas de Orod Oiolossë –
¡Fuego, Mi Señor! –gritó de nuevo con todas sus fuerzas.
Un
anciano salió rápidamente de una de las tiendas, y observó el humo que provenía
del lugar donde estaban situadas las tiendas para los heridos.
–¿Qué
ha ocurrido muchacho? ¿Nos han atacado? –el anciano sanador no acertaba a
comprender la crueldad que podría haber llevado a alguien a incendiar
repentinamente las tiendas que albergaban a los heridos en la batalla.
–¡Me
envían a buscaros, Mi Señor! El fuego ha estallado desde dentro, y nadie es
capaz de entender qué ha ocurrido… Hay… muchas bajas, Mi Señor –tartamudeó
finalmente el muchacho, incapaz de describir lo que había visto.
El
humo era testigo mudo de la tragedia. El humo, y los cadáveres calcinados que
yacían todavía sobre literas teñidas de negro. El olor… el olor nauseabundo a
carne quemada impregnaba todo el lugar. Algunos hombres, fieros soldados en la
batalla, apenas podían contener el vómito mientras observaban desconcertados la
dantesca escena. El rubio aprendiz de sanador se deslizó entre los árboles
siguiendo su ejemplo, mientras el sanador apenas podía dar crédito a lo que
veía.
–Deberíais
ver esto… –dijo una voz grave a sus espaldas.
El
anciano se volvió sobresaltado.
–Señor
Arham –murmuró – ¿Vos sabéis que ha ocurrido?
–Deberíais
ver esto… –repitió el hombre, y se encaminó hacia los restos calcinados de una
tienda apartada del resto.
El
anciano siguió al hombre sin decir nada más. “Parece confuso”, pensó, “pero ¿acaso
yo mismo no lo estoy?” Restos de sábanas negras y grises cubrían un cuerpo
tendido en el suelo. Arham se arrodilló ante el cuerpo, y retiró los restos que
lo cubrían con cuidado de no acercarse demasiado. Retrocedió bruscamente ante
las llamas que se alzaron de nuevo y con renovadas fuerzas.
–El
fuego… –murmuró el anciano, mientras retrocedía con temor reverente.
–Vos
deberíais saber qué debemos hacer… –dijo Arham, incorporándose.
El
sanador miró al hombre como si fuera un loco. “Qué demonios…” Arham adivinó las
intenciones del anciano, y desenvainó su espada.
–La
vida de la Dama
de Angh es más importante que la de cualquier otro de esta Compañía. Podríamos
volver a Angh sin un solo soldado, y nada ocurriría. Pero si volvemos sin ella,
la muerte será la recompensa a nuestra hazaña… Quizás prefieras ir pagando con
la tuya, curandero.
–Pero…
si ni siquiera podemos acercarnos a ella… El fuego que la cubre no nos dejará
siquiera atenderla…
–Encuentra
la manera, anciano. Encuéntrala, porque tu vida depende de ello.
–Sólo
hay alguien que podría acercarse a ella, Señor Arham. Vos lo sabéis. Y quién
sabe ahora mismo dónde estará…
Arham
miró nuevamente el cuerpo de la Aenari. Sus rubios cabellos irradiaban
destellos de luz bajo las llamas. Envainó la espada asintiendo levemente.
–Enviaré
mensajeros a buscarlo. No está lejos.
Y el
anciano se estremeció.
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Negros rumores inundaban el campamento. El fuego se había llevado consigo
muchas vidas, pero también la esperanza. Apenas habían pasado unas horas, pero
el lugar todavía se encontraba anegado de cenizas y aguas negras. Rescoldos de
brasas ardían aún amenazando con volver a desatar el infierno de las llamas.
Hombres cubiertos de hollín y sangre corrían de un lado a otro, arrojando cubos
de agua sobre las brasas. Y entre ellos, Arham mismo montaba guardia ante el
cuerpo de la Estrella de Angh.
Un
sonido cada vez más cercano de cascos al galope anunció la llegada de la ayuda
que esperaba. Guiado por el anciano sanador que atendía la Compañía de la Muerte Susurrante
llegó finalmente a su encuentro Hatharion, Gran Señor de Angh. La sombra de su
ser le precedía, y Arham se volvió al sentirla sobre él como una losa.
–No
se si llegáis a tiempo, Mi Señor Hatharion –dijo entonces –. Lleva horas
ardiendo…
Pero
Hatharion no respondió. En silencio, se arrodilló junto al cuerpo tendido en el
suelo, y retiró con cuidado los restos abrasados que lo cubrían. Luego,
mientras el fuego de ella lo envolvía también sin dañarlo, la incorporó
levemente. Ella entreabrió los ojos, y pareció por un momento que lo reconocía.
“Ades…”, susurró.
–Regresa,
Shanadae – dijo – Controla tu fuego y vuelve a la vida, con el poder que Eda te
ha dado.
Ella
se estremeció entonces “Vuelve a la vida, Shanadae”, y poco a poco las llamas
que los envolvían se fueron extinguiendo. Hatharion posó la mano en su frente,
y su mirada furiosa se enfrentó al sanador.
–Tiene
fiebre –dijo incorporándose con ella entre sus brazos – ¿Cómo es posible que no
te dieras cuenta?
El
anciano tartamudeó, sin saber muy bien cómo explicarse…
–Mi
Señor… La Dama
se encontraba bien. Sus heridas habían sido curadas… Podéis comprobarlo vos
mismo… –tartamudeó el anciano.
–¡Haldor!
–gritó Hatharion, y de entre las sombras se acercó un elfo que había estado
observando la escena con una sonrisa irónica –. Atiende a Shanadae. Procurad
que baje su fiebre, pues sin duda es posible que todo vuelva a arder…
La
sonrisa de Haldor se esfumó, al tiempo que tomaba el cuerpo de Shanadae para
llevarlo a una de las tiendas. Y mientras el anciano, simplemente temblaba.
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–Mi Señor. La Dama Shanadae descansa en estos momentos. Su sueño es
intranquilo, pero la fiebre esta remitiendo finalmente…
–Dime,
Haldor. ¿Cuál ha sido la causa de la fiebre?
–Una
herida no curada, Mi Señor. La
Dama sin duda fue herida en la primera batalla de Blath
Laidir, y esa herida no fue atendida debidamente. Parece ser que la Dama atendió personalmente a
la Señora Sasya, y a la Doncella Hanië. O eso es lo que dicen. Cuando llegó el
Señor Arham, la Dama Shanadae no se encontraba preparada para una nueva
batalla. Pero vos la conocéis, Señor… Ella no iba a dejar de intervenir…
–Es
orgullosa, lo se.
–Pero…
Mi Señor. Esta herida podía haber sido tratada a tiempo… No quisiera
molestaros, pero las heridas de flecha que ella recibió han sido bien cerradas
y tratadas. Alguien pasó por alto la herida anterior… No se cómo ha podido
pasar.
–Está
bien, Haldor. Se muy bien cómo ha podido pasar, y tus palabras sólo confirman
mis sospechas. Haz que traigan al curandero.
–Como
ordenéis, Mi Señor –respondió Haldor con reverencia.
“¿Dónde
nos ha llevado este juego, Shanadae? Hace tiempo que recibí tu última carta,
llena de recuerdos, de preguntas y esperanzas. Y ahora… Ambos sabemos que ha
ido demasiado lejos. Ha llegado el momento de terminar con esto, Shanadae”
La
luz del mediodía precedió al regreso de Haldor, seguido del anciano y Arham,
pero Hatharion no apartó la mirada del rostro de Shanadae, sumido en sueños
inquietos.
–Para
quien trabajas anciano –una sombra cubría nuevamente la entrada, y Hatharion
alzó la mirada hacia ellos –. Di lo que sepas, y así al menos cruzarás sin
mentiras las puertas de Ades.
–Mi
Señor… No sé de qué me estáis hablando… Yo sólo trabajo para Angh… ¿acaso lo
dudáis, Señor? Yo sólo soy un simple curandero…
La
risa profunda de Hatharion inundó la instancia, sobresaltándolos.
–Un
simple curandero… Y un sacerdote de Tossub también, supongo. Se muy bien el
rencor que guardáis hacia Shanadae, pues ella se opone abiertamente a vosotros,
sin duda alguna. Pero jamás pensé que llegaríais a esto…
–La
Dama Shanadae se opone a nosotros. Es cierto. Mucho hemos hecho nosotros por
contribuir al orden en las tierras de Angh, y ninguno de los Grandes Señores se
digna siquiera a valorar nuestra labor –escupió las palabras, y pareció haber
recuperado el aplomo –. Esta mujer se ha reído de cada uno de nosotros, y no he
de negar que a todos nos gustaría verla muerta. Pero eso no significa que no
aprecie mi vida…
–No
debes apreciarla mucho –sentenció Hatharion –. Shanadae estaba herida antes
incluso de llegar a esta última batalla, y no la has atendido. Eso se llama
traición. Y se paga con la muerte.
El
anciano palideció. Sus ojos se nublaron y cayó de rodillas ante el Aenari,
intentando suplicar por su vida, pero de nada habría de servir. Traición.
Muerte.
La
puerta se abrió nuevamente, y el joven aprendiz de rubios cabellos entró
corriendo en la tienda interponiéndose entre el Aenari y el anciano.
–He
sido yo, Mi Señor. Yo he sido quien atentó contra la Señora –los ojos grises
del muchacho le recordaron a alguien. La mirada profunda, segura y sin miedo –.
Pero vos mismo lo ordenasteis…
–¡Cómo
te atreves, bastardo! –bramó Hatharion, y los cimientos de la tierra parecieron
temblar acompañando la ira de su voz –. ¡Jamás he ordenado nada semejante!
El
joven pareció dudar… Miró a los ojos de fuego del Aenari, y comprendió tarde
que había sido engañado. Un mar de lágrimas se derramó de sus ojos mientras
recordaba…
“Ella
debe morir”, decía la dama de mirada gris, “El Gran Señor de Angh así lo desea.
Pero ninguno de nosotros puede hacerlo, pues sus seguidores intentarían
vengarse sin duda… y se desataría una guerra interna que acabaría con todos
nosotros. ¿Puedo confiar en ti?” Se había dejado engañar por las dulces
palabras, por el cálido aliento presa de esos rojos labios, por la mirada de
niebla enmarcada de noche estrellada… Ahora sólo quedaba llorar. Llorar y
suplicar por su vida.
–Mi
Señor… La Dama… –intentó
explicar. Pero Hatharion ya lo sabía. Mormithril brilló un segundo con la luz
del sol. El nombre murió entre sus labios, y en su lugar surgió un borboteo
sangriento, al tiempo que caía fulminado con la garganta abierta como una gruta
roja en su cuello.
El
rostro del anciano era una máscara de terror, mientras sentía el sabor de la
sangre del muchacho en sus labios. Ni siquiera vio acercarse la espada teñida
de rojo, pero sintió cómo se adentraba en su vientre, y al bajar la mirada,
observó incrédulo como abandonaba su interior arrojando al suelo sus vísceras
calientes.
–Mi
Señor, ¿vos sabéis quién ha ordenado esto? –preguntó Arham confuso.
–Lo
sé. Pero Shanadae jamás debe saberlo, o su furia nos arrastrará a todos en su
venganza.
–¿No
diréis el nombre entonces?
–El
conocimiento es poder, Arham. Pero en este caso… también puede significar tu
muerte. No diré su nombre.
Pero
mientras abandonaba el campamento de la Muerte Susurrante,
en su mente sólo aparecía la imagen de la Dama de Ojos Grises. Nyesel. El juego había
llegado demasiado lejos…