¡Salud, viajeros!
Llevábamos ya algún tiempo sin actualizar el blog así que lo primero de todo, es disculpadnos con vosotros. También queremos aprovechar para agradecer que nos sigáis y que nos leáis, es muy importante para nosotros. Los dioses de Erthara se congratulan con ello. Así que, una vez agradeciéndoos lo anterior, os traemos un relato. Esta vez no es ningún extracto del libro que se está cociendo sino la narración de una de las muchas leyendas e historias que cuentan o cantan los bardos de Aranorth. Es la Leyenda de Siroin y Nierel, ¡esperamos que os guste y nos encantaría que nos dierais vuestra opinión! ¡Que Eda os proteja!
La Leyenda de Siroin y Nierel.
De las muchas historias que
podían contarse de Aranorth, algunas de ellas se convirtieron con el tiempo en
leyendas. Es muy difícil explicar cuando una historia pasa a ser leyenda, o qué
hay de verdad histórica en una. Una de las que captó especialmente mi atención
fue la Leyenda de Siroin y Nierel. Os la contaré, y entenderéis por qué. Y
comienza la leyenda un día cualquiera, y vemos a un hombre que avanza a duras
penas a través de la nieve y el hielo… Quién sabe hacia dónde va…
“Podía sentir la fría capa de
nieve bajo sus pies, a pesar de las duras botas de cuero con las que iba
calzado. Trataba de no pensar en ello, mientras ajustaba su capucha de piel
atándola bajo la barbilla, y cubriendo sus labios a fin de evitar que se le
congelara el aliento.
Miró alrededor, y el paisaje era
un témpano desolado. Nada podía sobrevivir mucho tiempo en esas condiciones, y
sabía que él tampoco iba a sobrevivir. No le importaba. Con una firme
determinación, dio un paso al frente y luego otro. Su mente, concentrada
solamente en avanzar, en contra del viento que arrastraba con fuerza blancos
copos de nieve que se estrellaban contra su rostro. Un paso, y luego otro. Y un
paso más.
Sus piernas cansadas sentían el
peso del esfuerzo y las horas. El tiempo se había detenido para él. Apenas
podía medirlo en pasos… ¿cuántos llevaba ya? ¿Cuántos más harían falta? Las
lágrimas amenazaban con anegar sus ojos negros. Lágrimas que se convertirían en
pequeñas gotas de hielo sobre sus mejillas. No podía permitirse llorar. No
todavía. Llevaba tanto tiempo guardando esas lágrimas. No iba a desperdiciar
ninguna de ellas. Hasta el final.
Guiándose tan sólo por el latir
cada vez más lento de su corazón, seguía un camino invisible a través de la
nieve. Por favor, un paso más. Sólo uno más. Pero luego rogaba por otro. ¡Oh
Ales! Señor de los Mares Profundos. Apiádate de mí, prisionero de mi corazón,
aquí donde el poder de tus aguas permanece en eterno reposo. Pero no parecía
oír sus súplicas. Sólo su determinación le obligaba a seguir adelante ¿Cuánto
tiempo podría seguir avanzando?
Sintió que llegaba a un punto
donde el viento parecía haberse detenido, y alzó la vista. Era tan hermoso. Era
imposible saber dónde empezaba el cielo, y dónde acababa la tierra helada. A su
derecha, un enorme bloque de hielo le protegía del viento. Deseó descansar. Detenerse
al abrigo del viento, y dormir para siempre. ¡No! Otro paso más. Tengo que
rodearlo. Tengo que dar otro paso.
Cuando volvió a sentir el viento
sobre sus ojos cansados, supo que había llegado. Sus ojos contemplaron su
belleza etérea de hielo, un halo de luz atrapado en un diamante de agua. Cayó
de rodillas frente a ella, y lloró por fin. Se dejó llevar por su amargura y
por su dolor, y lágrimas amargas acariciaron sus mejillas, cayendo a los pies
de ella, empapándola.
La vida se escapaba de su cuerpo.
Podía sentirlo casi como podía sentirla a ella…
Su mente comenzó a vagar por las
curvas del tiempo. El sol brillando sobre sus ojos, reflejado en las aguas
rutilantes del río que rodeaba su pueblo. Había encontrado un sitio especial,
donde las aguas discurrían tranquilas, formando un pequeño estaque natural
oculto de las miradas por unos frondosos árboles. Le gustaba lanzarse al agua
desde un tronco caído, único vestigio de un roble herido por un rayo hacía ya
muchos años. Y cada primavera iba allí, como un ritual, cómo una renovación del
espíritu y del cuerpo tras el prolongado invierno.
Tumbado sobre el césped, aún con
los ojos cerrados podía sentir el sol sobre él, colándose entre las hojas de
los árboles. Una sombra repentina ocultó el sol, y abrió los ojos, sorprendido.
Entonces la vio por primera vez. Sus brillantes ojos verdes estaban fijos en
él. Una cascada de rizos de oro enmarcaba su dulce rostro, y miró sus labios
entreabiertos por la sorpresa.
Ninguno decía nada. Ella lo
miraba como si nunca hubiera visto en su vida un hombre. Y él observaba la
belleza élfica, mágica, inundándose de una belleza que nunca antes había
contemplado.
Se levantó, y se acercó a ella, y
ella dio un paso atrás, asustada. Sus ojos verdes rebosaron de lágrimas. Nierel.
En su pensamiento la llamó Nierel. Y la amó desde el primer momento en que la
vio.
Acarició su rostro y sintió su
piel de seda bajo sus dedos. Ella sonrió, y la luz de su sonrisa la iluminó
desde dentro. Era tan bella que sintió de pronto deseos de llorar, embargado
por el amor, y por la visión de la perfección que había encontrado.
Ella alzó la mano, y acarició las
mejillas de él imitando su gesto. Con sus delicados dedos, tomó una de las
amargas lágrimas del hombre, y luego la llevó a sus labios, sintiendo el sabor
agridulce de la felicidad encontrada.
Asió la mano de ella y la llevó
consigo de vuelta al pueblo. La gente los miraba al pasar con curiosidad, con
cierto temor reverencial. Y oyó voces que murmuraban.
—¿Dónde habrá encontrado Siroin esa
doncella elfa?
—No es natural… traerá problemas.
Ella no debería estar aquí.
—Cierto es. Somos de distintas
razas y ninguna debe mezclarse pues una unión tal nos llevará al dolor y a la
muerte. Ella no debería estar aquí.
Las voces siguieron, cada vez
alzándose con más fuerza a su alrededor. Pero a él no le importaba. Él la había
encontrado, y la amaba. Y sentía en lo más profundo de su ser que ella le
correspondía en su amor, aunque todavía no habían cruzado una palabra.
El tiempo de las dudas pasó.
Siroin y Nierel se desposaron, a pesar de la oposición de su pueblo, y el amor
inundó de felicidad sus vidas.
Todos los días, él salía de la
casa, presto a sus quehaceres cotidianos. Sus tierras se extendían lejos, en
una zona especialmente fértil, y regresaba tarde, cuando ya la noche se cernía
sobre el pueblo. Y ella lo esperaba. Siempre la encontraba de pie, bajo el
dintel de la puerta, esperándolo con una sonrisa y los brazos abiertos para
aliviar su cansancio. Muchas noches pasó él velando sus sueños. Desde la
primera noche había sabido que había algo en el pasado de Nierel que la
asustaba. Acostados, saciados del amor y del deseo, ella yacía completamente
dormida, y aún así, pequeñas lágrimas escapaban de sus ojos cerrados. Él
acariciaba sus cabellos de oro, y susurraba en su oído palabras de consuelo. Y
entonces ella dejaba de llorar, y su respiración se volvía más pausada.
Le preguntó una vez. Quiso saber
cuál era el temor que escondía en su corazón. Pero ella sólo respondió con un
sollozo, y su rostro se contrajo presa del pánico. Los días siguientes ella se
mostró extrañamente callada y triste, y él prefirió no volver a preguntar nada.
Fuera lo que fuera, había quedado atrás.
La tormenta estalló un día no
especialmente oscuro ni extraño. Simplemente, las nubes cubrieron el cielo como
tantas otras veces. Y como muchas otras veces, rayos y truenos inundaron el
cielo. Él, como tantos otros días, se preparó para marchar al campo. Pero aquel
día Nierel no quería dejarlo marchar. Lloró y suplicó que se quedara con ella,
y él dudó, y estuvo tentado de hacerlo. Pero ella debía superar sus miedos.
Sólo es una tormenta, le dijo. Y ella entonces calló.
Mientras cabalgaba bajo el
retumbar de los truenos, la imagen temblorosa de Nierel volvía una y otra vez a
su mente. Pero sólo es una tormenta. Una tormenta como tantas otras. Nada
especial.
Un rayo cayó en el bosque aquel
día. En el mismo lugar en el que se habían encontrado, mucho tiempo antes,
Siroin y Nierel. Pequeñas llamas lamieron el tronco caído de aquél que fuera su
favorito, y después comenzaron a extenderse por bosques y llanos. Pronto, todo
el pueblo corrió a sofocar las llamas, que amenazaban incluso por llegar a sus
casas. Pero las cosechas debían salvarse. Debían proteger su medio de vida.
No regresó a casa aquella noche.
Imaginó a Nierel esperándolo en la puerta de la casa, con los ojos tristes y
los brazos caídos. Pero él debía proteger sus tierras, y el fuego acechaba...
Cuando amaneció, sus ropas se encontraban gastadas y manchadas de ceniza, al
igual que su rostro cansado. Montó sobre su caballo, y se dirigió a su casa,
cansado, pero contento al fin y al cabo. Había conseguido salvar sus tierras, y
ahora, sólo deseaba sorprender a Nierel dormida sobre su lecho, y despertarla
con besos y caricias, y consolarla de la espera y la tristeza.
Pero mientras cabalgaba, los ojos
verdes de Nierel aparecieron en el cielo, brillantes como la primera vez que
los vio junto al río. Su rostro parecía sereno, pero triste. Sintió que un frío
de muerte se apoderaba de su cuerpo, mientras veía caer dulces copos de nieve
sobre ella. Y entonces sintió que lloraba, y que sus lágrimas eran de sangre.
Sangre que caía dulcemente, acariciando su bello rostro. Y luego desapareció.
Un miedo atroz se apoderó de su
mente y de su corazón. Azuzó su caballo y galopó como si su vida dependiera de
ello, con la razón nublada por el terror. Era tarde. ¡Oh Eda! ¡Tú que todo lo
puedes, que no sea tarde! Pero algo le decía que ya no valía de nada rezar.
La puerta estaba abierta, pero Nierel
no estaba en el umbral, esperándolo con su hermosa sonrisa y sus brazos
abiertos. La casa estaba a oscuras, y el corazón parecía querer salirse de su
pecho cuando entró. Todo estaba revuelto, como si una horda enemiga hubiera
arrasado el lugar. Pero Nierel no estaba. Gritó su nombre con desesperación, y
sólo el silencio fue su respuesta. Y buscó por toda la casa, gritando el nombre
con angustia, convirtiéndolo en un gemido que surgía de lo más profundo de su
ser. ¡Nierel, mi amor, mi vida, mi esposa, mi doncella de las lágrimas amargas,
la más bella de todas! ¿Nierel dónde estás? ¿Por qué me has dejado sólo? Se
acercó a su lecho, el mismo donde yacieran juntos tantas noches hermosas, y
cayó de rodillas, mesándose los cabellos. Un rayo iluminó el cielo, creando en
la habitación una suave penumbra que duró apenas unos segundos. Y entonces pudo
ver la sangre que cubría las sábanas blancas. Acarició la sangre con las manos,
mientras la certeza aparecía ahora en su mente con claridad. Un sollozo
incontenible escapó de su garganta, y un grito de dolor que se alzó en la
noche, desgarrándola por completo. Pero no había lágrimas. No derramó ninguna.
—¡Siroin, mi amor, mi vida, mi
esposo, el más hermoso de los hombres, aquél que amé con todo mi corazón! ¿Por
qué me dejaste sola? Ahora, la muerte nos separa, y aquí, en los Hogares de las
Estrellas, mi corazón te sigue amando, y te seguirá amando siempre. Mis ojos
sueñan con reflejarse en tus ojos negros, y mis brazos añoran sentirte de nuevo
abrazado a mi pecho. Búscame de nuevo, allí donde las nieves son eternas y el
mundo es un páramo helado, pues el sabor de tus lágrimas en mis labios servirá
para expiar tu dolor. Y entonces podremos estar juntos de nuevo, en la
eternidad de la muerte.
Ahora, mientras sus ojos negros
contemplaban la belleza incorruptible de Nierel convertida en hielo, comprendía
sus palabras. Se levantó haciendo un último esfuerzo, y se abrazó al bloque de
hielo que envolvía a su esposa. Y lloró por última vez, mientras la muerte se
lo llevaba.”
Cuenta la leyenda que aún hoy
resuena en el hielo una voz amarga que busca, y que el gemido del viento
arrastra su dolor sobre las nieves eternas, claramente audible para aquellos
valientes que se atreven a cruzarlo. Y dicen que es por eso que, aquéllos que
aman, sienten que sus ojos se humedecen y lloran, cuando el frío intenso de las
nieves y el viento les cubre en el invierno. Pues el amor de Siroin y Nierel
permanece y permanecerá siempre en las lágrimas de los enamorados.