La Creación

Y primero la Vida despertó, y dijo: "He aquí el lugar donde he de crear". Y al volver el rostro observó a su hermano, la Muerte. Y él le respondió: "Pero todo lo creado ha de tener un final"

17 de abril de 2013

La Leyenda de Siroin y Nierel



¡Salud, viajeros!

Llevábamos ya algún tiempo sin actualizar el blog así que lo primero de todo, es disculpadnos con vosotros. También queremos aprovechar para agradecer que nos sigáis y que nos leáis, es muy importante para nosotros. Los dioses de Erthara se congratulan con ello. Así que, una vez agradeciéndoos lo anterior, os traemos un relato. Esta vez no es ningún extracto del libro que se está cociendo sino la narración de una de las muchas leyendas e historias que cuentan o cantan los bardos de Aranorth. Es la Leyenda de Siroin y Nierel, ¡esperamos que os guste y nos encantaría que nos dierais vuestra opinión! ¡Que Eda os proteja!








La Leyenda de Siroin y Nierel.

De las muchas historias que podían contarse de Aranorth, algunas de ellas se convirtieron con el tiempo en leyendas. Es muy difícil explicar cuando una historia pasa a ser leyenda, o qué hay de verdad histórica en una. Una de las que captó especialmente mi atención fue la Leyenda de Siroin y Nierel. Os la contaré, y entenderéis por qué. Y comienza la leyenda un día cualquiera, y vemos a un hombre que avanza a duras penas a través de la nieve y el hielo… Quién sabe hacia dónde va…

“Podía sentir la fría capa de nieve bajo sus pies, a pesar de las duras botas de cuero con las que iba calzado. Trataba de no pensar en ello, mientras ajustaba su capucha de piel atándola bajo la barbilla, y cubriendo sus labios a fin de evitar que se le congelara el aliento.

Miró alrededor, y el paisaje era un témpano desolado. Nada podía sobrevivir mucho tiempo en esas condiciones, y sabía que él tampoco iba a sobrevivir. No le importaba. Con una firme determinación, dio un paso al frente y luego otro. Su mente, concentrada solamente en avanzar, en contra del viento que arrastraba con fuerza blancos copos de nieve que se estrellaban contra su rostro. Un paso, y luego otro. Y un paso más.

Sus piernas cansadas sentían el peso del esfuerzo y las horas. El tiempo se había detenido para él. Apenas podía medirlo en pasos… ¿cuántos llevaba ya? ¿Cuántos más harían falta? Las lágrimas amenazaban con anegar sus ojos negros. Lágrimas que se convertirían en pequeñas gotas de hielo sobre sus mejillas. No podía permitirse llorar. No todavía. Llevaba tanto tiempo guardando esas lágrimas. No iba a desperdiciar ninguna de ellas. Hasta el final.

Guiándose tan sólo por el latir cada vez más lento de su corazón, seguía un camino invisible a través de la nieve. Por favor, un paso más. Sólo uno más. Pero luego rogaba por otro. ¡Oh Ales! Señor de los Mares Profundos. Apiádate de mí, prisionero de mi corazón, aquí donde el poder de tus aguas permanece en eterno reposo. Pero no parecía oír sus súplicas. Sólo su determinación le obligaba a seguir adelante ¿Cuánto tiempo podría seguir avanzando?

Sintió que llegaba a un punto donde el viento parecía haberse detenido, y alzó la vista. Era tan hermoso. Era imposible saber dónde empezaba el cielo, y dónde acababa la tierra helada. A su derecha, un enorme bloque de hielo le protegía del viento. Deseó descansar. Detenerse al abrigo del viento, y dormir para siempre. ¡No! Otro paso más. Tengo que rodearlo. Tengo que dar otro paso.

Cuando volvió a sentir el viento sobre sus ojos cansados, supo que había llegado. Sus ojos contemplaron su belleza etérea de hielo, un halo de luz atrapado en un diamante de agua. Cayó de rodillas frente a ella, y lloró por fin. Se dejó llevar por su amargura y por su dolor, y lágrimas amargas acariciaron sus mejillas, cayendo a los pies de ella, empapándola.

La vida se escapaba de su cuerpo. Podía sentirlo casi como podía sentirla a ella…

Su mente comenzó a vagar por las curvas del tiempo. El sol brillando sobre sus ojos, reflejado en las aguas rutilantes del río que rodeaba su pueblo. Había encontrado un sitio especial, donde las aguas discurrían tranquilas, formando un pequeño estaque natural oculto de las miradas por unos frondosos árboles. Le gustaba lanzarse al agua desde un tronco caído, único vestigio de un roble herido por un rayo hacía ya muchos años. Y cada primavera iba allí, como un ritual, cómo una renovación del espíritu y del cuerpo tras el prolongado invierno.

Tumbado sobre el césped, aún con los ojos cerrados podía sentir el sol sobre él, colándose entre las hojas de los árboles. Una sombra repentina ocultó el sol, y abrió los ojos, sorprendido. Entonces la vio por primera vez. Sus brillantes ojos verdes estaban fijos en él. Una cascada de rizos de oro enmarcaba su dulce rostro, y miró sus labios entreabiertos por la sorpresa.

Ninguno decía nada. Ella lo miraba como si nunca hubiera visto en su vida un hombre. Y él observaba la belleza élfica, mágica, inundándose de una belleza que nunca antes había contemplado.

Se levantó, y se acercó a ella, y ella dio un paso atrás, asustada. Sus ojos verdes rebosaron de lágrimas. Nierel. En su pensamiento la llamó Nierel. Y la amó desde el primer momento en que la vio.

Acarició su rostro y sintió su piel de seda bajo sus dedos. Ella sonrió, y la luz de su sonrisa la iluminó desde dentro. Era tan bella que sintió de pronto deseos de llorar, embargado por el amor, y por la visión de la perfección que había encontrado.

Ella alzó la mano, y acarició las mejillas de él imitando su gesto. Con sus delicados dedos, tomó una de las amargas lágrimas del hombre, y luego la llevó a sus labios, sintiendo el sabor agridulce de la felicidad encontrada.

Asió la mano de ella y la llevó consigo de vuelta al pueblo. La gente los miraba al pasar con curiosidad, con cierto temor reverencial. Y oyó voces que murmuraban.

—¿Dónde habrá encontrado Siroin esa doncella elfa?

—No es natural… traerá problemas. Ella no debería estar aquí.

—Cierto es. Somos de distintas razas y ninguna debe mezclarse pues una unión tal nos llevará al dolor y a la muerte. Ella no debería estar aquí.

Las voces siguieron, cada vez alzándose con más fuerza a su alrededor. Pero a él no le importaba. Él la había encontrado, y la amaba. Y sentía en lo más profundo de su ser que ella le correspondía en su amor, aunque todavía no habían cruzado una palabra.

El tiempo de las dudas pasó. Siroin y Nierel se desposaron, a pesar de la oposición de su pueblo, y el amor inundó de felicidad sus vidas.

Todos los días, él salía de la casa, presto a sus quehaceres cotidianos. Sus tierras se extendían lejos, en una zona especialmente fértil, y regresaba tarde, cuando ya la noche se cernía sobre el pueblo. Y ella lo esperaba. Siempre la encontraba de pie, bajo el dintel de la puerta, esperándolo con una sonrisa y los brazos abiertos para aliviar su cansancio. Muchas noches pasó él velando sus sueños. Desde la primera noche había sabido que había algo en el pasado de Nierel que la asustaba. Acostados, saciados del amor y del deseo, ella yacía completamente dormida, y aún así, pequeñas lágrimas escapaban de sus ojos cerrados. Él acariciaba sus cabellos de oro, y susurraba en su oído palabras de consuelo. Y entonces ella dejaba de llorar, y su respiración se volvía más pausada.

Le preguntó una vez. Quiso saber cuál era el temor que escondía en su corazón. Pero ella sólo respondió con un sollozo, y su rostro se contrajo presa del pánico. Los días siguientes ella se mostró extrañamente callada y triste, y él prefirió no volver a preguntar nada. Fuera lo que fuera, había quedado atrás.
La tormenta estalló un día no especialmente oscuro ni extraño. Simplemente, las nubes cubrieron el cielo como tantas otras veces. Y como muchas otras veces, rayos y truenos inundaron el cielo. Él, como tantos otros días, se preparó para marchar al campo. Pero aquel día Nierel no quería dejarlo marchar. Lloró y suplicó que se quedara con ella, y él dudó, y estuvo tentado de hacerlo. Pero ella debía superar sus miedos. Sólo es una tormenta, le dijo. Y ella entonces calló.

Mientras cabalgaba bajo el retumbar de los truenos, la imagen temblorosa de Nierel volvía una y otra vez a su mente. Pero sólo es una tormenta. Una tormenta como tantas otras. Nada especial.

Un rayo cayó en el bosque aquel día. En el mismo lugar en el que se habían encontrado, mucho tiempo antes, Siroin y Nierel. Pequeñas llamas lamieron el tronco caído de aquél que fuera su favorito, y después comenzaron a extenderse por bosques y llanos. Pronto, todo el pueblo corrió a sofocar las llamas, que amenazaban incluso por llegar a sus casas. Pero las cosechas debían salvarse. Debían proteger su medio de vida.

No regresó a casa aquella noche. Imaginó a Nierel esperándolo en la puerta de la casa, con los ojos tristes y los brazos caídos. Pero él debía proteger sus tierras, y el fuego acechaba... Cuando amaneció, sus ropas se encontraban gastadas y manchadas de ceniza, al igual que su rostro cansado. Montó sobre su caballo, y se dirigió a su casa, cansado, pero contento al fin y al cabo. Había conseguido salvar sus tierras, y ahora, sólo deseaba sorprender a Nierel dormida sobre su lecho, y despertarla con besos y caricias, y consolarla de la espera y la tristeza.

Pero mientras cabalgaba, los ojos verdes de Nierel aparecieron en el cielo, brillantes como la primera vez que los vio junto al río. Su rostro parecía sereno, pero triste. Sintió que un frío de muerte se apoderaba de su cuerpo, mientras veía caer dulces copos de nieve sobre ella. Y entonces sintió que lloraba, y que sus lágrimas eran de sangre. Sangre que caía dulcemente, acariciando su bello rostro. Y luego desapareció.
Un miedo atroz se apoderó de su mente y de su corazón. Azuzó su caballo y galopó como si su vida dependiera de ello, con la razón nublada por el terror. Era tarde. ¡Oh Eda! ¡Tú que todo lo puedes, que no sea tarde! Pero algo le decía que ya no valía de nada rezar.

La puerta estaba abierta, pero Nierel no estaba en el umbral, esperándolo con su hermosa sonrisa y sus brazos abiertos. La casa estaba a oscuras, y el corazón parecía querer salirse de su pecho cuando entró. Todo estaba revuelto, como si una horda enemiga hubiera arrasado el lugar. Pero Nierel no estaba. Gritó su nombre con desesperación, y sólo el silencio fue su respuesta. Y buscó por toda la casa, gritando el nombre con angustia, convirtiéndolo en un gemido que surgía de lo más profundo de su ser. ¡Nierel, mi amor, mi vida, mi esposa, mi doncella de las lágrimas amargas, la más bella de todas! ¿Nierel dónde estás? ¿Por qué me has dejado sólo? Se acercó a su lecho, el mismo donde yacieran juntos tantas noches hermosas, y cayó de rodillas, mesándose los cabellos. Un rayo iluminó el cielo, creando en la habitación una suave penumbra que duró apenas unos segundos. Y entonces pudo ver la sangre que cubría las sábanas blancas. Acarició la sangre con las manos, mientras la certeza aparecía ahora en su mente con claridad. Un sollozo incontenible escapó de su garganta, y un grito de dolor que se alzó en la noche, desgarrándola por completo. Pero no había lágrimas. No derramó ninguna.

—¡Siroin, mi amor, mi vida, mi esposo, el más hermoso de los hombres, aquél que amé con todo mi corazón! ¿Por qué me dejaste sola? Ahora, la muerte nos separa, y aquí, en los Hogares de las Estrellas, mi corazón te sigue amando, y te seguirá amando siempre. Mis ojos sueñan con reflejarse en tus ojos negros, y mis brazos añoran sentirte de nuevo abrazado a mi pecho. Búscame de nuevo, allí donde las nieves son eternas y el mundo es un páramo helado, pues el sabor de tus lágrimas en mis labios servirá para expiar tu dolor. Y entonces podremos estar juntos de nuevo, en la eternidad de la muerte.

Ahora, mientras sus ojos negros contemplaban la belleza incorruptible de Nierel convertida en hielo, comprendía sus palabras. Se levantó haciendo un último esfuerzo, y se abrazó al bloque de hielo que envolvía a su esposa. Y lloró por última vez, mientras la muerte se lo llevaba.”

Cuenta la leyenda que aún hoy resuena en el hielo una voz amarga que busca, y que el gemido del viento arrastra su dolor sobre las nieves eternas, claramente audible para aquellos valientes que se atreven a cruzarlo. Y dicen que es por eso que, aquéllos que aman, sienten que sus ojos se humedecen y lloran, cuando el frío intenso de las nieves y el viento les cubre en el invierno. Pues el amor de Siroin y Nierel permanece y permanecerá siempre en las lágrimas de los enamorados.

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