La Creación

Y primero la Vida despertó, y dijo: "He aquí el lugar donde he de crear". Y al volver el rostro observó a su hermano, la Muerte. Y él le respondió: "Pero todo lo creado ha de tener un final"

27 de diciembre de 2012

Conspiración en Nailis (Parte II)


¡Salud, viajeros!

En la entrada anterior, nos quedamos con Nailis a punto de ser atacada, es hora de saber qué ha ocurrido. ¡Disfrutad la lectura!





La puerta de la celda se abrió ante los ojos perplejos de Darlak y Aeris. Entraron dos hombres de la guardia real.

—Podéis salir de aquí. Han invadido la ciudad —dijo uno de los hombres mientras les daban las armas que le requisaran antes de ser encarcelados. Darlak miró con regocijo su espada.
Salieron de la celda y fueron a liberar a los otros tres compañeros de Darlak para acto seguido salir de aquel lugar.
—¿Cuándo ha empezado la invasión de las tropas de Tet wup? —le preguntó el caballero a uno de los hombres que le habían liberado.
—Los que nos han asaltado no son tropas de Tet wup. Los que están invadiendo esta ciudad portan la bandera de Angh —informó mientras subían las escaleras.
—¿Cómo es posible? ¿Más enemigos? – inquirió el Darlak, incapaz de dar crédito a lo que escuchaba.
—En Blath Laidir las tropas de Kielhe no han conseguido retener a las compañías de Angh que llegaron en sus barcos hace algunas semanas. Parece ser que algunas tropas de ellos han penetrado tierra adentro.
Una vez en el exterior del edificio de las mazmorras, que se hallaban cerca de la ciudadela de los capitanes, se encontraron con un paisaje desolador. La mayoría de las torres y de los edificios, principalmente los que se encontraran en la parte oeste de la ciudad, habían quedado arrasados y eran consumidos ahora por grandes lenguas de fuego del voraz incendio que los asaltantes habían provocado para hacer caer la ciudad.
—Los enemigos tienen ya bajo su control casi toda la ciudad. Los pocos soldados que quedan de nuestra defensa se hallan en la gran plaza de la ciudad —contó uno de los dos guardias.
Mientras corrían calles abajo en dirección a la plaza, por doquier advirtieron las consecuencias de la masacre pertrechada por las tropas de Angh. Un carro transportando dos bultos cubiertos por sábanas, los cimientos ennegrecidos de las casas arrasadas o un charco de sangre sobre la cual reposaba algún arma mellada constituían los mudos testimonios de los sangrientos actos de los invasores.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué nos han atacado? —le preguntó a Darlak una compungida Aeris.

—¿Quién sabe? Quizás los señores de Angh apoyen también al Duque Bolged. Atravesamos tiempos aciagos. Este reino se desmorona, mi valerosa doncella—. Aeris le miraba con ojos tristes e incrédulos—. Nuestras tierras están plagadas de enemigos y nuestro destino es hoy desconcertante.

Llegaron a la plaza Sadenhân, donde se concentraba gran parte del ejército invasor que casi tenía el control sobre el baluarte de la ciudad, el lugar que constituía el corazón de la capital. Pocos eran los que quedaban para poner freno a su propósito. Sin apenas dudarlo, Darlak y sus acompañantes se lanzaron al ataque para ayudar a los que aún resistían, que combatían no con la esperanza de conseguir alguna victoria pues todo estaba ya perdido sino con la intención de defender hasta el último momento una ciudad que ya estaba perdida.
Consiguieron hacer caer a algunos enemigos mientras se introducían en un ambiente coloreado de destrucción, muerte y desolación al tiempo que sus espadas danzaban en el remolino de la batalla. Pero el desenlace ya estaba decidido y fue cuestión de poco tiempo que esta historia llegará a su final.
Mientras la espada negra de Darlak hacía lo posible para hacer estragos en los enemigos y el caballero se encontraba en ese remolino de despropósito, vio como la indomable Aeris Niramar caía. Tras perder su poderoso arco, la joven decidió lanzarse fieramente hacia un fornido guerrero con el que estaba luchando. Su objetivo era dañarle con una daga que Annamel le había proporcionado antes de salir de Palacio del Bosque. Consiguió herirle pero no pudo rematarlo porque, justo cuando lo iba a hacer, fue derribada por otro hombre que había acudido a la defensa del guerrero. La daga cayó junto a ella y el guerrero aprovechó la situación para clavarle la daga en el costado.

A Darlak no le dio tiempo de acudir a su ayuda, ni siquiera tuvo tiempo para gritar o atribularse por la caída de Aeris Niramar. Su momentánea distracción fue aprovechada por un hombre que le lanzó un poderoso dardo que impactó en su cuerpo, al tiempo que otro enemigo se lanzaba con su hacha hacia él golpeándole el hombro. Mientras Darlak perdía el equilibrio usó su espada para asestarle un golpe mortal. Pero las heridas sangraban mucho y todo se volvió confuso para él. La mente se le nublaba mientras, alrededor, se escuchaban los gritos de júbilo de los enemigos celebrando su victoria. La lluvia que empezó a caer entonces empapó los cuerpos de Darlak Marbail y Aeris mientras yacían en medio de la destrucción y las ruinas de la ciudad.

A lo lejos, una fuerte tormenta se aproximaba hacia la ciudad caída, que lamía las heridas producidas por el espantoso saqueo.


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

1 de diciembre de 2012

Conspiración en Nailis (Parte I)


Hoy retomamos los relatos que narran las guerras que tuvieron lugar entre las naciones del sur de Aranorth, entre los caballeros de Kelthist, los bárbaros de Tet wup, los Señores de Angh y los Cuervos de Bren Tornya. El link a los relatos anteriores de esta saga figuran en el  margen de este blog, donde pone "Espadas y Equilibrio".

Esta vez, Nailis, la capitán de la nación confederada de Kelthist, sobrevive a la guerra debido a su posición geográfica, pero ni siquiera el corazón de esta tierra puede estar seguro, porque a veces el enemigo puede estar en casa...




Extrañas nubes llenaban el cielo y el sol del otoño brillaba levemente más allá de ellas, tímidamente oculto. Un grupo de caballeros montados en sus corceles se dirigían hacía Nailis desde la ciudad de Palacio del Bosque. Cuando se internaron en el Bosque Rojo se percataron del extraño rumor que las hojas de los árboles emitían a su paso. Darlak miró a su alrededor y supo que aquello era síntomas de mal augurio. Cabalgaba a lomos de un hermoso corcel de guerra, fuerte y poderoso. Portaba con él un yelmo que no llevaba puesto en esos precisos instantes, un escudo simple pero bien trabajado e, introducida en su correspondiente vaina, llevaba a Envinyanta, la espada que le había acompañado en las numerosas batallas que Darlak había tenido que participar.

—El bosque está intranquilo —dijo mirando a la joven que cabalgaba a su lado.

Aeris no supo que decirle y se limitó a seguir cabalgando por entre los árboles de aquel bosque extraño e intranquilo. La doncella iba vestida con una hermosa y cómoda ropa que Annamel le había proporcionado en Palacio del Bosque antes de partir.

El camino por donde transitaban discurría en el interior del bosque. Unos metros más adelante, el camino hizo bajada y fue entonces cuando en su campo de visión se hallaron con el lugar de destino. Allí, justo delante de ellos, se alzaba Nailis, majestuosa, enclavada en las Colinas de Hierro y recortada en medio del bosque que la había visto alzarse.

—Aceleremos el paso —pidió Darlak a sus acompañantes. Además de Aeris le acompañaban otros tres hombres. El capitán había dejado al resto de su compañía a las órdenes de Annamel en Palacio del Bosque por si esta ciudad sufría de nuevo un ataque.

Empezaron a acelerar el paso y, cuando estaban a punto de llegar a la puerta de la primera muralla de la ciudad, un grupo de jinetes les salió al encuentro. Eran miembros de la guardia de la ciudad.

—¡Alto! —ordenó el que iba en cabeza del grupo —¿Cuales son vuestros nombres?

—Soy Darlak Marbail, capitán de la segunda compañía, y la doncella que me acompaña es Aeris Niramar. —El medio elfo se quedó mirando al guardia esperando que los dejaran pasar sin ningún problema— Por tu bien espero que nos dejéis pasar.

—Esto lo tenemos que consultar con el gobernador —dijo mientras giraba la cabeza hacia atrás. Uno de los hombres que estaban tras de él se percató del motivo de esa mirada y se fue a consultar al gobernador.

—¿Acaso el rey Eartan ha regresado del norte? —preguntó Darlak al guardia.

—No, nada se sabe sobre el antiguo gobernador de esta ciudad.

—Pues no entiendo esta detención ante las puertas de la ciudad. Habéis de saber que, en ausencia de Eartan y el resto de caballeros del reino, Igalin, señor del bosque Bosque Rojo, y yo somos los regentes de estas tierras.

Fue entonces cuando llegó el mensajero con la noticia de que el nuevo gobernador les recibiría gustosamente. Se adentraron entonces en la ciudad y cruzaron la avenida de Tud’Am hacia la ciudadela de los capitanes. En la sala donde otrora residiera Eartan, Darlak se encontró con alguien conocido. Un rechoncho hombre se había adueñado de la majestuosa silla símbolo del poder de Kelthist.

—Darlak Marbail, es un honor encontrarnos de nuevo.

El caballero no pudo evitar mirar desafiantemente a quién le acababa de hablar con tanto desdén y repulsa. ¿Con qué derecho aquel miserable se había tomado la libertad de adjudicarse el gobierno de la ciudad?

—¿A qué estás jugando, Irunen?

El hombre, que antes era miembro de la guardia real y que ahora se sentaba en aquella silla, no pudo evitar reírse con sonoras carcajadas al ver la cara de incredulidad de Darlak.

—Las cosas han cambiado mucho en esta ciudad desde la última vez que nos vimos. Puesto que tu forma de proceder en ese entonces no fue la adecuada ahora no aceptamos ayuda alguna de ti ni de ningún caballero de vuestra orden. Podéis regresar a vuestro querido Palacio del Bosque.

—No eres tú quién para dirigir esta ciudad, Irunen.

—¿Y quién lo va a hacer? ¿Alguno de los honorables caballeros de este reino? ¿Aquellos que se creen herederos de los caballeros de la leyenda del Caliz? Hay rumores de que Eartan ha muerto en las tierras del norte. De la dulce Driane y de Aiglat poco se sabe. A Igalin Sulet poco le importa el resto del reino sólo su bosque. ¿Y Kielhe? que según dicen ha fracasado en su intento de defender Blath Laidir de las fuerzas de los Señores de Angh.

—Estamos en tiempo de guerra y los conflictos que Kelthist tiene con otras naciones hace que estemos en esta situación. Pero has de saber que Igalin y yo, hasta el regreso del resto de caballeros del reino y de la consiguiente paz, somos los regentes de estas tierras.

Irunen se volvió reír.

—Ni hablar, no voy a dejar este reino en vuestras sucias manos, ni en las tuyas ni menos aún en las manos de Igalin, que sólo se preocupa por su bosque. Así que, por intento de conspiración hacia el nuevo regente del reino, tú y tus hombres seréis encerrados —y dirigiéndose a sus guardias, ordenó— Proceded a su arresto.

Así fue como Darlak y sus hombres fueron encerrados en las mazmorras de Nailis mientras Kelthist se quedaba a la deriva en tan terribles tiempos que azotaban las tierras del sur de Aranorth.

Darlak y sus hombres fueron conducidos a las mazmorras y allí pasaron la noche. En la celda en la que a Darlak le tocó compartir con Aeris, empezaba a hacer frío. En una esquina, la joven observaba cómo Darlak iba y venía de un lado a otro de la celda. La joven notaba la impotencia y la rabia que asaltaban al capitán de su compañía sin poder hacer nada por él. De repente, la joven doncella notó un extraño olor a humo que venía del exterior.

—Darlak, algo está ocurriendo ahí afuera —El capitán desvió su mirada hacia atrás y Aeris se asustó al ver el aterrador rostro de él. Sus ojos desorbitados y la desesperación de su cara lo habían convertido en un lobo enjaulado deseoso de salir de su encierro. Nunca había visto tanta impotencia en su capitán.

—¡Maldición! —exclamó Darlak mientras se lanzaba a buscar un cierre, unas bisagras, algún mecanismo para poder abrir la puerta desde dentro, pero todo fue en vano —¡Abridnos!
Darlak siguió maldiciendo mientras daba patadas a las paredes y a la puerta de la celda. Sabía qué estaba sucediendo en el exterior, sabía que los enemigos habían llegado a la capital y sus más oscuros temores se estaban haciendo realidad. Y él no quería estar allí encerrado mientras la capital caía en las asquerosas manos de los enemigos. Se hizo sangre de tanto golpear la puerta con los puños pero fue en vano. Allí permanecieron Darlak y Aeris mientras Nailis era invadida. 


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

14 de noviembre de 2012

¡Éste es mi mundo!

¡Saludos, viajeros!

Lo primero, es daros las gracias por seguir ahí apoyándonos a pesar de que últimamente no actualizamos demasiado el blog. Estamos, como os contamos, en la recta final del libro Sangre de Hermanos y, además, los autores estamos inmersos en nuevos proyectos literarios. Pero sentimos vuestro apoyo y eso nos anima a seguir luchando por terminar los últimos capítulos del libro.

Hoy os traemos el audiolibro de un relato de ciencia ficción de uno de los autores. El relato se titula Este es mi mundo y el audiolibro viene de la mano de Valentia Autores, en la primera antología de la colección Vórtice. En "Este es mi mundo" reflexionaremos acerca del papel del ser humano en la tierra, y se mostrará un pasado atávico y olvidado, a través de un extraño personaje que cambiará la vida del protagonista para siempre. 

Si queréis escucharlo, podéis descargarlo a través de este link:


¡Espero que lo disfrutéis!

Así mismo, el libro en papel, donde se incluyen el resto de relatos de la colección lo podéis adquirir, si alguien lo desea, a través de esta página:



¡Pronto volveremos con nuevas historias!


P.D. Ilustración acompañante a la entrada creada por Marcos DK Prieto.

24 de octubre de 2012

Los hombres del Gran Desierto, los Askaramil

¡Salud, viajeros!

¡No nos hemos olvidado de vosotros! Estamos inmersos en la recta final de la escritura de "Sangre de Hermanos", una recta final complicada por otra parte, y habíamos pospuesto la actualización de este blog. No obstante, aquí estamos otra vez para daros a conocer a otro de los pueblos que conviven en el continente de Aranorth junto a los Nareltha. Son los hombres del desierto, el pueblo Askaramil, gente seminómada que ocupa la gran extensión del desierto de Ma'Dahab, al sur de Elerthe y el Elthalûare. Esperamos que os guste, aunque algunos ya lo conocíais.



Se dice que los Dioses, tras la Última Batalla, dejaron en Erthara algunos Espíritus Elegidos, aquellos que debían guiar a sus Hijos en su camino, y debían guardar así mismo los más preciados tesoros de Erthara.
Entre ellos se encontraba Ramel'el, la Hija del Desierto. Ella era la guardiana de los Vastral, los Oasis del Desierto. La doncella que guardaba y equilibraba la vida allí donde parecía imposible que nada pudiera vivir. Era su voz la que encantaba a las nubes para que derramaran su preciado tesoro de vida sobre el Desierto, de forma que éste pudiera renovarse y vivir.

Según cuentan los Hombres del Desierto, que se llaman a sí mismos en su lengua Alskaramil, "Amantes del Desierto", después de ver la luz en el Valle Secreto muchos de ellos emprendieron un largo viaje a lo largo de la tierra. Inquietos, sintieron en su interior la voz de su padre, Ales, Dios del Mar, que les llamaba desde las costas donde rompían las olas.

Por aquel entonces Erthara estaba formada por un único continente, y cuando se pusieron en marcha la costa estaba lejos, demasiado lejos. Así, lentamente pero de forma constante, los pueblos de los Hombres se fueron alejando de Heimmi, encaminándose hacia el Este. A su paso dejaron atrás muchos pueblos, a orillas de los ríos o de los lagos, y se fueron formando ciudades de Hombres que no llegarían a concluir el viaje.

El mundo cambió, y la Gran Guerra separó los continentes. El mar que los llamaba anegó las tierras, separándolos de los hermanos que habían quedado atrás. Pero para muchos de ellos la búsqueda había concluido. Habían llegado el mar, o el mar había llegado a ellos, y eso era todo lo que deseaban.

Pero más allá de la costa oeste se hallaba el Desierto de Ma'dahab. Algunos, deseando cumplir con el destino que habitaba sus corazones, decidieron seguir adelante a pesar de todo. Entre ellos se encontraba Vast, un joven pastor de cabras que seguía con su rebaño los pasos de su pueblo.

Una noche Vast se encontraba observando las estrellas cuando se dio cuenta de que en el horizonte brillaba un extraño destello verde. Al principio creyó que se trataba de su imaginación, y se frotó los ojos pensando que contemplando la belleza de las estrellas se había quedado dormido. Pero cuando volvió a mirar, aquel destello seguía danzando en el horizonte. Y se preguntó qué originaría aquella hermosa luz verde. Y si podría encontrarla. Pero antes de que pudiera ponerse en marcha, la luz desapareció.

Durante las siguientes noches Vast permaneció en vela bajo las estrellas, esperando volver a ver el destello verde. Pero nada ocurrió, hasta que por fin, siete noches después, volvió a verlo, más cerca que la vez anterior. Tan cerca que, sin pensárselo dos veces, se adentró en el desierto en su busca.

No tuvo que buscar mucho su origen. Entre colinas de arena encontró para su asombro un paraíso verde de árboles y flores, entorno a un lago de aguas cristalinas. En la orilla, entre juncos y nenúfares, danzaba la doncella más hermosa que sus ojos hubieran contemplado nunca. Sus largos cabellos eran negros como la noche estrellada, y su piel era del color de la arena tostada. Ella de pronto se sintió observada y se volvió para mirarlo. Sus ojos eran verdes, como las brillantes aguas del Oasis. Del mismo color que el destello que el iba siguiendo. La doncella al principio le miró con curiosidad y asombro, pero luego sonrió, y le invitó a acercarse con un gesto.

Fue así como Vast encontró a Ramel'el, la Hija del Desierto. Y ambos se amaron desde el primer momento. Esa misma noche Vast la convenció para que volviera con él y conociera a su pueblo, y ella accedió.
Cuando regresó, el pueblo de Vast quedó asombrado por la belleza de la joven, y ella les mostró entonces parte de su poder. Les enseñó cada rincón del desierto, todos sus secretos, y la magia y la belleza que había en él. El pueblo de Vast adoró entonces a la joven de cabellos negros, la Hija del Desierto y de la Diosa.
Y cuando Vast y ella se desposaron, fueron elegidos para gobernar al pueblo. Y ambos los guiaron a través de los Vastral, estableciendo allí ciudades. Y muchos otros se expandieron por el desierto, como Nómadas entre las arenas y las ciudades que lo formaban.

Pero Vast y Ramel'el tuvieron una gran descendencia, que se mezcló con el pueblo. Y ellos fueron llamados los Padres de los Alskaramil.

Hasta que un día, por su naturaleza humana, le llegó a Vast el momento de morir, y de viajar a Ishana. Ya era anciano, pero Ramel'el apenas había cambiado. Y cuando su amado murió, Ramel'el lloró durante dos lunas, y durante dos lunas llovió en el desierto. Pero finalmente acudió a ella la Diosa, y le pidió que le dejara regresar a Ishana para así reencontrarse con aquel a quien amaba. Pero Eda le preguntó quién cuidaría del desierto y de sus misterios, y de los seres que lo habitaban. Y Ramel'el sonrió, y le mostró a su pueblo, diciéndole a la Diosa: "Ante tí tienes todo un pueblo de guardianes". Y Eda se sintió complacida, por lo que le concedió lo que le pedía.

El reino más importante de los Alskaramil es An'garth, aunque los Nómadas del Desierto controlan la totalidad de Ma'dahab, incluyendo las ciudades de Thertan y Nirent.

1 de octubre de 2012

Kakdam, los Enanos de Angennel

¡Salud, viajeros!

Hace unos días os hablábamos de que íbamos a iniciar un viaje para conocer más en profundidad a los pueblos de Aranorth, el continente más oriental de Erthara. Hoy os vamos a hablar algo más de la raza de los enanos y, en concreto, del pueblo enano que habita las Montañas Blancas o Angennel. Aunque ya os hablamos en una entrada anterior de la enemistad de los Enanos de Angennel y los Nareltha.


De baja estatura, poco más de un metro, pero robustos y fuertes, de largas barbas y cuerpo velludo, incluso en las féminas. De rostros rojizos y ojos pequeños. Rubios, morenos, pelirrojos, llevan largas barbas y largos cabellos trenzados. Al igual que los Hombres, envejecen con el paso del tiempo hasta la muerte, aunque suelen vivir al menos hasta los 1.000 años. Tras el Juicio, tal y como dicta el destino de todas las razas de Erthara, el alma viaja a Ishana, la Estrella de los Dioses.

Su carácter y su físico son fuertes, duros como rocas. No les gustan los cambios ni los extranjeros, sea cual sea su raza. Son recelosos incluso entre las diferentes tribus de Enanos.

Cuando entran en confianza se puede descubrir su naturaleza más noble, si es que la tienen. Tienen un elevado sentido de la lealtad, tanto en lo bueno como en lo malo. Tampoco olvidan nunca una afrenta. Pasan rápidamente de la alegría más intensa a la ir más incontrolable, y viceversa.

Más dados a los trabajos manuales que a cualquier tipo de actividad intelectual, no obstante, tienen una gran inteligencia y agudeza.

La mujer Enana, a excepción de la Reina Consorte, no participa activamente en las relaciones políticas o de poder, aunque son capaces de realizar las mismas tareas que los Enanos. No participan en la guerra, pero son consideradas como "El Último Bastión" de la tribu, pues sólo entrarían en batalla si tuvieran que defender sus casas y su descendencia, cuando el Ejército de su Tribu hubiera sido derrotado y diezmado.

Sobre el origen de los enanos se cuentan muchas historias aunque todas tienen algo en común, la leyenda de Gadur el Rojo. Según cuenta esta leyenda, la sangre de los mismos dioses corre por la venas de los Reyes Enanos desde el Primero al último.

Fue en el origen de los tiempos, cuando Elfos, Hombres y Enanos despertaron en lo que hoy se conoce como la Tierra de los Dragones, el actual continente de Alerthe. Sin embargo, por aquel entonces Erthara todavía no había cambiado, y estaba formada por un único gran continente. Allí, en el Valle Secreto de Heimmi, las primeras razas vieron la luz del Sol por primera vez, durante la Primera Guerra de los Dragones.
Durante algún tiempo se dedicaron simplemente a descubrir el mundo que les rodeaba, Erthara. Y los Enanos en seguida se sintieron atraídos por las piedras, las montañas y las minas profundas. Hacia allí se dirigieron los primeros Enanos, deleitándose con cada una de las gemas que encontraban, con cada piedra, y cada nuevo metal.

Y según la leyenda, fue entonces cuando uno de los Enanos más jóvenes, conocido como Gadur el Rojo, desapareció. Muchos le vieron descender a través de los pasadizos oscuros que conducían a una mina especialmente profunda. Ninguno le vio volver.

Algunos dijeron que quizás había caído en el Abismo, otros en cambio pensaron que había sido atrapado por los Dragones de Tierra de las profundidades. Finalmente, se perdió la esperanza, y muchos lloraron por Gadur el Rojo.

Sin embargo, cuando ya eran pocos los que se acordaban de él, Gadur regresó por la misma sima por la que había desaparecido. Cien años habían pasado, pero el paso del tiempo no lo había tocado. El pueblo de los Enanos lo miró asombrado. Sus cabellos rojos estaban ceñidos por una corona de oro en forma de yelmo, engastada de esmeraldas, diamantes y rubíes. En la mano derecha llevaba una gran maza de hierro, y en la izquierda sostenía una copa de plata y diamante, que contenía un espeso líquido rojo.

Así fue reconocido el Primer Rey, Gadur el Rojo. Y se dice que en sus venas corría la mismísima sangre de Ineo, Dios de la Forja y de la Fragua. El Yelmo Dorado fue desde entonces símbolo de la Casa del Rey, así como la Gran Maza, la Indestructible, pues se decía que en manos del Rey era liviana como una pluma, pero su golpe era letal y destructor como el mismo martillo de Ineo. Y la Copa de Edea, Diosa de la Tierra, que transmite la Sangre Real al Heredero.

Como habréis deducido, actualmente, cada una de las tribus de Enanos existentes en Erthara, se dicen ser los auténticos descendientes de Gadur el Rojo. Una réplica de la Copa de Edea se encuentra en cada uno de los Altos Salones de los distintos reyes Enanos protegida por los Diez Señores Enanos de la Gran Maza. La tribu de los Enanos de Angennel afirman, como el resto de tribus, que su réplica es la auténtica.

Los Stinthar es el nombre que recibieron los enanos de Angennel por parte de los Nareltha. El gran Continente se había roto cuando esta tribu se instaló en el interior de las altas y nevadas Montañas Blancas. Allí socavaron el interior de la montaña y crearon una gran maravilla arquitectónica, Zirak Ferakdûm (la Blanca Morada de las Mil Salas). Y, desde allí, ajenos al mundo, los Enanos de Angennel, que se llaman así mismos Kakdam, siguen defendiendo celosamente sus secretos y la valiosa piedra blanca. 


7 de septiembre de 2012

Sobre el origen de la enemistad entre los Nareltha y los Enanos de Angennel



Tal como se cuenta en “Los Mitos de la Creación” en un principio Elfos, Enanos y Hombres fueron concebidos como hermanos en el corazón de Eda. Sin embargo, el tiempo poco a poco puso de manifiesto las diferencias que existían entre las distintas razas, sobre todo a medida que estas fueron interiorizando los preceptos de Eda según la forma de ser que les confería su Dios creador.

Sólo los hijos de Rion, estaban al margen pero más por desconocimiento que por otras razones. Nadie había mantenido contacto con ningún Hombre Dragón, y se consideraba una raza misteriosa e incluso extinta después de la Primera Gran Guerra.

Aun cuando al principio las tres razas, Elfos, Enanos y Hombres, convivieron en Heimmi, el Valle Secreto, no pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a separarse según sus preferencias. Los Elfos poblaron sobre todo los bosques, sumergiéndose en lo profundo de la naturaleza, y los Hombres buscaron las costas de mar y las orillas de las grandes corrientes fluviales. Así mismo, los Enanos comenzaron a excavar las montañas cada vez más profundamente. Y con los años, las relaciones entre las razas fueron haciéndose más esporádicas, hasta llegar a ser prácticamente inexistentes salvo en algunas pocas excepciones.

Miles de años después, mucho después incluso de que la tierra temblara y los mares rugieran cambiando por completo el mundo que conocían, los Nareltha pusieron fin a su largo peregrinaje y se instalaron en las tierras que ellos denominarían Elerthe. Después de la destrucción de Tualema, la mítica ciudad donde la Diosa les otorgara su Don, pensaron que aquél era el lugar que Eda les había asignado realmente. Situado a la sombra de las Montañas Blancas, junto al linde dorado del frondoso bosque de Elthaluare y la orilla rojiza del Mar Escarlata, aquella tierra suponía todo lo que habían soñado.

Sin embargo, aquellas tierras no estaban del todo libres, pues su preciada situación las hacía deseables tanto para los Hombres como para los Enanos. Al principio los Nareltha pusieron sus ojos en las vastas planicies del Valle de Narbas. Su visión incluía grandes zonas de cultivo, y por esa misma razón comenzaron a incorporar a su propio pueblo a algunos de sus pobladores, de forma que pasaron a ser los primeros Edlar, extranjeros de otras razas que vivían entre los Nareltha de forma habitual. Hasta entonces las otras subrazas de Hombres que habitaban aquella zona habían vivido de forma aislada, cada uno dedicado a sus propias tierras y cultivos, y sin ningún tipo de unión u organización. Así, poco a poco los Nareltha se fueron adueñando de la mayor parte de las tierras, organizándolas, y aquellos de sus antiguos pobladores que decidieron no integrarse con ellos acabaron por emigrar hacia el este o hacia el sur.

Por otro lado, otra de las grandes ventajas que aquella zona presentaba para los Nareltha eran las Montañas Blancas y sus grandes canteras de piedra. Muy pronto descubrieron las cualidades especiales de aquella piedra blanca, el Nulya. Pero ya antes habían tenido los primeros encuentros con los Stinthar, los Enanos de Angennel. Las relaciones al principio fueron cordiales, sobre todo debido a la necesidad de los Nareltha de comerciar con ellos y adquirir de esta forma los materiales que necesitaban para la construcción de Alenelte. Sin embargo, pronto comprendieron que podía ser mucho más beneficioso para ellos mantener sus propias canteras de piedra blanca, y limitar el comercio con los Enanos en función de las necesidades marcadas según los límites de su producción.

Por supuesto, para los Enanos esto supuso una gran afrenta. No sólo por la pérdida comercial que suponía, sino porque consideraban a las Montañas Blancas como una única y gran cantera de su propiedad, y no estaban dispuestos a ceder ni la más mínima piedra a ningún otro pueblo.

Fue así como comenzaron a producirse los primeros enfrentamientos entre ambos pueblos, que desembocaron en la Vaia Angennel, la Primera Guerra contra los Enanos, y a la que siguieron muchas otras. Según los “Libros de Naumera”, los primeros tomos de las “Crónicas de Alenelte” escritos por los Nareltha, fueron los Enanos los primeros en derramar sangre nareltha sobre las montañas, atacando indiscriminadamente a los trabajadores en las canteras y a los transportes que llevaban la piedra a la ciudad. Sin embargo, los Enanos siempre han aducido que fueron los Nareltha los que comenzaron aquella guerra, atacando y matando a muchos de los suyos para apropiarse de canteras que ya estaban en explotación. No es posible saber hoy por hoy cuál de ellas es cierta, o si ambas tienen parte de verdad. Sin embargo, para ambos pueblos, ese fue el origen de una enemistad que se extendió entre ambas razas. 

23 de julio de 2012

Todos los Dioses de Erthara



¡Saludos, viajero inquieto!


A falta de un mes para que este blog cumpla un año de andadura, los autores seguimos trabajando con constancia e ilusión en nuestros proyectos literarios. A lo largo de este año hemos estado presentarnos una serie de relatos ambientados en el continente de Aranorth pero el principal relato de Erthara es “Sangre de Hermanos”, cuyo libro seguimos trabajando y cuyo primer capitulo está colgado en este blog.

Hacemos unos días, un lector del blog nos hizo llegar su opinión sobre el primer capítulo que hemos decidido compartirlo con vosotros. Desde aquí muchas gracias a Severussnape por hacernos llegar su opinión, porque nos sirve mucho para seguir trabajando y saber por dónde vamos. ¡Mil Gracias!



“Le he echado un vistazo al blog, he ojeado el mapa y me he leído entero el apartado de razas y pueblos de Erthara, el mundo que habéis creado me parece realmente bueno, y tiene una estructura muy interesante. Además lo que he leído está genialmente escrito. Me ha parecido especialmente interesante la historia de los hombres del desierto. 

Me he leído el apartado de la mitología de Erthara, está muy currada también, me gusta el estilo épico que conseguís imprimir a la narración, que al mismo tiempo es coherente consigo misma. Cuando los dioses abandonan el mundo, es como si cerrara un círculo perfecto que al mismo tiempo recuerda a nuestra propia mitología/religión, y mola. “




“También me he leído el primer capítulo y me ha sorprendido gratamente. Me recuerda a CDHYF, quizá por tenerlo muy reciente, las descripciones, aunque elaboradas no se hacen pesadas y resultan evocadoras y la historia consigue interesarte y eso ya me parecen logros muy importantes. 

Me gusta del capítulo que leí, que empieza con Ewen, en el momento antes de que la acción se traslade con Deryân, el diálogo que mantiene con uno de los soldados, cuando este le dice: "No malgastes tu tiempo. Está muy por encima de tus posibilidades" suena muy a tópico, pero el diálogo lo salva en originalidad Ewen cuando dice "No me acercaría a ella ni aunque rogaran por ello todos los dioses de Erthara. La historia de momento es interesante, y la narración es muy buena. Sobre los personajes, al haber leído poco no puedo decir mucho, pero me causan buena impresión varios perfiles como el de Aleth, el desertor, o la madre de Shaira y Alye, que me hacen pensar en personajes con muchos claros y oscuros.”






Si aún no has leído el primer capítulo, y quieres hacerlo y darnos tu opinión, puedes hacerlo:







Y, esto es todo por hoy, esperamos pronto traer novedades. ¡Que la gracia de todos los dioses de Erthara caigan sobre vosotros!

17 de julio de 2012

El Pastor del Bosque Rojo


Quinientas hojas de resplandor
Ancestral espíritu guardián
del bosque de los árboles de fuego,
junto con el guerrero acude a luchar.
Gracias a la doncella,
el encuentro tiene lugar.
Por una parte,
el que del Bosque Rojo cuida,
el pastor.
Y, por otra,
el que la Espada porta,
el guerrero
la espada que fue negra y ahora resplandeciente…
[…]


Hacia la puesta del sol, la doncella se detuvo con su caballo cerca del claro.
Los elfos estaban cantando y sus voces lanzaban una melodía sentimental tan antigua y maravillosa que los corazones se reconfortaban y las penas se olvidaban. La melodía sumergió a Aeris en un sentimiento de añoranza y melancolía mientras el viento ondeaba sus cabellos.
Estaba en Bosque Rojo, el bosque que le había visto crecer hasta que partió cuando era joven. Era un bosque hermoso en el que un linaje de elfos de los bosques había vivido desde tiempos inmemoriales, agrupado en pequeñas aldeas en los escasos claros, generalmente despejados por ellos mismos, que poseía el inmenso bosque. Había muchos linajes de elfos en Erthara pero de entre todos, y a pesar de que no pertenecer al linaje de los Elfos del Equilibrio del norte de Aranorth, aquéllos amaban los bosques tanto o más que éstos.
El canto de los elfos cesó. Consciente de que había sido descubierta, Aeris esperó, deseando que la recordaran a pesar de su cambiado aspecto. No habían pasado más de quince años tras su marcha, pero su aspecto había cambiado bastante. Los humanos crecían más rápido que los elfos y vivían menos años que ellos. La muchacha no tenía las ropas limpias y pulcras que había llevado durante su infancia ni el semblante inocente y tímido. Había pasado meses durmiendo a la intemperie y era más independiente y segura de sí misma. Intentó mantener la compostura intentando aparentar seguridad en sí misma pero ésta se desmoronaba a cada minuto que pasaba.
Tenía los ojos húmedos cuándo una mujer elfa se dirigió ante ella.
—¡Salud viajera! —saludó con talante hermético y ambiguo.
Consciente de que estaba rodeada, Aeris tragó saliva. Era Vanadessis, la que en su día había sido su mejor amiga.
— ¿Qué os trae por estos bosques en estos tiempos de incertidumbre?
Aeris suspiró desanimada… ¿No la había reconocido? ¿Había vivido toda su vida en el bosque para que, después de aquellos años de ausencia, todos la hubieran olvidado?
—No… no soy una simple viajera —consiguió articular, recordando su misión. Esperaba que su voz no hubiera cambiado tanto como para no ser reconocida tampoco de este modo; empezaba a pensar que la tristeza que la embargaría de ser así no sería capaz de soportarla—. Me envía Igalin Sulet, es necesario que…

—¿Aeris? ¿Eres… eres tú? ¿Aeris Niramar? —Vanadessis preguntó con tono dudoso.
Ante la pregunta, Aeris no pudo más que asentir. Miró a su amiga y al no sentir el paso de los años en su rostro se sintió una joven adolescente de nuevo, sin problemas, sin complicaciones, sin preocupaciones mayores que el llegar a casa a comer o el conseguir apuntar con el arco mejor que el resto. Durante unos instantes sintió que nada había cambiado.
—¡No entiendo cómo no te reconocí antes! ¡Sabía que me eras familiar! Pero… has cambiado tanto… No pareces la misma… —dijo su antigua amiga.
—Me han pasado muchas cosas durante este tiempo –consiguió decir Aeris mientras la felicidad le embargaba.
—Te despediste para no volver, ¿qué te ha traído entonces aquí? —preguntó Vanadessis, sin esconder su alegría, pero tampoco su curiosidad.
—Vengo en busca de información. Por mandato de Igalin Sulet, debo encontrar al Taí Akado del Bosque Rojo. Tenemos que esta tierra sea completamente asolada por la guerra que viven los campos de Kelthist y requerimos su ayuda — explicó con expresión dura.
Los elfos la miraron desconcertados
—Celeval sabe dónde está. Creo que es uno de los pocos que aún se comunica con los akados –respondió Vanadessis. Al oír el nombre de su “abuelo” a Aeris le dio un vuelco el corazón. Ya había sido dura la primera separación, no se sentía capaz de aguantar otra.
Sin embargo, comprendió que no tenía más remedio que enfrentarse al viejo elfo. Aeris asintió levemente y se dirigió hacia un claro cercano donde se hallaba Celeval practicando con el arco mientras canturreaba una canción que llenó de nostalgia el corazón de Aeris.
El elfo se giró al notar la presencia de ella. La reconoció al instante y, un segundo después, la abrazaba fuertemente agradeciendo a los dioses del Bosque el volver a verla. La joven le devolvió el abrazo con tristeza mientras intentaba serenarse para transmitirle a su abuelo el motivo de su visita. El elfo no hizo preguntas, ni se hizo de rogar. La breve mención de Aeris a la autoridad que la enviaba fue más que suficiente. Aunque sin haber estado provista de ello tampoco se hubiera negado.
No más de una hora más tarde Aeris se encontraba ya ante el Akado, el mitológico ser protector del Bosque Rojo...


“Creía haber visto la luz que guiaría mi destino, pero no fue hasta el momento en que te conocí cuando tu mirada radiante desbancó aquella luz transformándola en una oscuridad terrible comparada con la luz que emanaba de ti. Mis días a veces eran una carga de tanto tiempo como había tenido que soportar las heridas y fatigas de Erthara, pero ahora cada día es un regalo, el poder levantarme y ver tu oscuro cabello sobre la almohada, tus mejillas y tus labios color carmín…no hay mejor despertar que el que yo tengo junto a ti cada mañana. Pero ahora la guerra nos separa y no te tengo aquí cerca y todo es oscuro y frío…Annamel no puedo estar mucho más sin ti…el devenir del tiempo se ralentiza y no aguanto ni un instante más tu ausencia…llámame tonto pero tanto aquí como allí, no podría estar sin ti.
Un beso tierno e intenso, Igalin Sulet”
Situado en una de las torres de vigilancia, dejó volar a la paloma que le llevaría el mensaje a su esposa, que se hallaba en el norte, en la guerra. Mientras veía el ave cruzar los cielos en dirección a su destino, la mirada del Naedre se quedó mirando en la lejanía la llegada del ejército invasor.
El día había amanecido con bruma matinal. Una tensa expectación embargaba en el bosque al pensar en el inmediato futuro y en lo que éste los traería. El ataque de Tet Wup a sus posesiones en el bosque la había presentido Igalin algunas noches atrás, había querido que, cuando el ejército llegara a las murallas que protegían aquel palacio donde vivía y que él mismo había construido, lo vieran a él, una sombra que les retaba a sentir su poder. Sin duda, el Naedre, poseedor del arrebato de los antiguos Hombres-Dragón, no estaba dispuesto a que el hogar en donde había puesto tanto de sí, cuidando su estética, su distribución y su belleza, cayera contra el enemigo.
A lo lejos el ejército invasor se acercaba. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de las murallas exteriores, Igalin dio entonces las órdenes pertinentes a los centinelas de las murallas, no les quedaba más remedio que contener el ejército invasor para hacer tiempo a la llegada de los refuerzos. Había pedido la ayuda de Darlak y sus hombres, pero también había recurrido a un antiguo poder del mundo, los Akados.
Fue entonces cuando un potente chorro de luz abrasadora se lanzó al encuentro del enemigo, cegándole. Aquella luz provenía de las torres que protegían la muralla, y su origen era una gema gigantesca situada en cada de ellas, la cual hacía rebotar la luz acumulada en ella hacia un espejo generando aquel chorro de luz, un rayo de energía que se podía dirigir contra lo que se apuntase. Esto pilló de sorpresa al enemigo y durante un buen rato los hizo retroceder hasta que se dieron cuenta de que la luz abrasadora no duraba eternamente sino que se terminaba y no se podía volver a usar hasta que la gema se recargarse de nuevo.
Los hombres de Tet Wup prepararon sus catapultas para arrasar las murallas de la ciudad del bosque. El brazo de la primera catapulta se alzó acompañado de un sonido vibrante y lanzó una roca de gran tamaño que surcó en el aire con un balanceo aparentemente grácil y despreocupado.
Unos sonidos de cuernos lejanos irrumpieron entonces en el ambiente. El rostro de Igalin cambió de repente pues supo que se trataba de la compañía de Darlak Marbail.
El caballero, al frente de un ejército, tomó en sus manos un gran cuerno y sopló tan fuerte que el sonido se propagó por todo el bosque, como el rugido de un trueno antes de la tempestad. Y se lanzaron hacia delante, en busca del ejército que en aquel momento estaban preparando las catapultas para arrasar las murallas. Darlak cabalgaba hacía ellas al tiempo que éstas le daban la bienvenida. En pos de él iban sus hombres, aquellos que habían combatido por la defensa de la capital del reino y que había fracasado al intentar echar de aquellas tierras al ejercito de Tet Wup.
“Has acudido a mi llamada, mi buen amigo Darlak”, susurró Igalin
El caballero llegó al camino que conducía a la Puerta Sur de la ciudad donde las tropas enemigas se hallaban atacando la ciudad. Su táctica era sencilla: atacarles directa y contundentemente. Moderando el galope de su caballo, junto a una parte de su compañía buscó a los enemigos que se hallaban en la retaguardia pillándoles de sorpresa. En encuentro fue directo y agresivo. Sintió entonces un furor demente, deseoso como estaba de hacerles caer rápidamente, como si la sangre hirviera en su interior, la sangre guerrera de los caballeros de Kelthist. Un poco más adelante, la otra parte de su compañía había avanzado para atacar el flanco delantero de las tropas enemigas y, en las cercanías de los muros, los hombres de Caragan lucharon entre las catapultas, matando enemigos empujándolos hacia el fuego que aún quedaba en los muros, generado antes por las gemas de las torres defensivas del Palacio del Bosque, el hogar de Igalin.
Y, encima de ellas, el Naedre dio órdenes a sus centinelas para que lanzaran lluvias de flechas, las cuales iban directas al flanco central del ejército enemigo.
Rápidamente el ejército defensor se halló con el control de la batalla pero no consiguieron desbaratar completamente el asedio ni reconquistar la Puerta del Sur del Palacio del Bosque. La disputa entre ambos ejércitos parecía equilibrada y Darlak veía que el desenlace podría deparar cualquier cosa.
Un temblor quebró entonces la tierra. El suelo temblaba mientras los gritos de temor se extendieron por el campo de batalla. Todos miraron hacia el norte, una sombra de desconocida naturaleza avanzaba entre los árboles y el sol, surgiendo entre las ramas de los árboles. Los Akadome, los guardianes de los árboles, acudían a la defensa de la ciudad del bosque en respuesta al ruego del señor del mismo, Igalin Sulet.
Así fue como, traído de lo más profundo del bosque, el Taí Akado, un ser tan antiguo como la misma tierra, Guardián de la Naturaleza, llegó al campo de batalla. Su naturaleza monstruosa y su gran tamaño causaban pavor. Los Akadome eran seres fascinantes, legendarios y formaban parte de la naturaleza misma. Podrían adquirir el aspecto que quisieran. En aquella batalla, bajo la apariencia de fieros y enormes bisontes, rodearon rápidamente a las fuerzas enemigas y, aunque algunas flechas llovieron sobre ellos, no les afectaron en absoluto. Sobre el Taí Akado iba una bella doncella, tan brillante como el mismo sol que la iluminaba y, con ella, portaba su arco presto para la batalla. Aeris Niramar había cumplido su misión.
Los Akadome consiguieron alejar la batalla de los muros del Bosque. Fue entonces cuando Darlak cruzó la mirada con Taí Akado, el caballero quedó impresionado por la majestuosidad de aquel ser.
—El Bosque hoy ha sido salvada del saqueo gracias a ti, pastor del bosque. Agradezco que hayas acudido a la batalla.
El ser no dijo nada, pero Darlak vio que, en su horrendo rostro se dibujaba una sonrisa, algo que no olvidaría jamás.


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

8 de julio de 2012

Fuego de Muerte


La noche se había adueñado del mundo nuevamente. La oscuridad del cielo se reflejaba sobre las aguas danzantes, antes teñidas de rojo, y ahora completamente negras. Caminaba a lo largo del pasillo que llevaba a su camarote, en un estado de semiinconsciencia provocado por la evidente pérdida de sangre, y al llegar a la puerta, estiró la mano acercándola al manillar sin conseguir encontrarlo. El destino vino en su auxilio. La puerta se abrió desde dentro, y la doncella que salía entonces dejó escapar un grito, y se apresuró a recogerla en el momento en el que se desplomaba frente a la puerta.

Despertó pasadas apenas unas horas, y se incorporó en la cama algo dolorida. Deslizó su mano por la herida, y sintió la suave tela que cubría la zona a modo de venda. Al menos el sanador había hecho su trabajo. La herida no había sido grave de por sí, y ella lo sabía. Pero había perdido demasiada sangre, preocupada como estaba por atender a Sasya e Hanië... Se envolvió en la sábana y se levantó de la cama, sin poder reprimir un gesto de dolor.

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron.

–¡Adelante! –dijo, y su voz le sonó extrañamente apagada y ausente.

La puerta se abrió, y un joven soldado apareció ante ella.

–Mi Señora. Lamento molestaros en vuestro descanso… –balbuceó al verla – Pero es importante. Un barco se ha acercado a nosotros en la oscuridad. Desde el este. Portaba bandera de Angh, y respondió correctamente a las señales establecidas de seguridad. Un Señor de Angh pregunta por vos.

No quiso reflejar la sorpresa que la noticia provocó en ella. Se dio la vuelta y se acercó a una silla, sintiendo cómo las fuerzas le fallaban nuevamente. Se sentó, y miró nuevamente al soldado.

–Has hecho bien. Pero no me encuentro con fuerzas de momento para salir a cubierta… No quiero que me vean así… Le recibiré aquí.

–Como deseéis, Mi Señora –dijo el soldado con una reverencia. Pero Adanha pudo ver el miedo en sus ojos.

Había sido una dura derrota. Sasya al borde de la muerte. Hanië apenas un poco mejor. El miedo era sin duda reflejo de la caída de los ídolos y los símbolos. Aquellos que habían llevado a aquél soldado a luchar hasta la muerte. Y el miedo era el peor enemigo para su voluntad.

Se levantó nuevamente, y se cubrió con una bata. Un nuevo esfuerzo, y el cansancio regresó, golpeándola como una maza. Se sentó en la silla, y se recogió los cabellos. El espejo le devolvió una imagen a la que no estaba acostumbrada. Sus ojos parecían hundidos en el dolor, y su rostro era una pálida máscara sin vida.

La puerta retumbó nuevamente, y se abrió casi al instante. Un hombre apareció ante ella. Un hombre que no había visto nunca. Vestía los emblemas de Angh bajo un manto de color verde oscuro, y sus ojos negros la observaban asombrado.

–Dama Shanadae… –dijo con voz profunda.

Ella guardó silencio mientras sus ojos escudriñaban la mente del hombre.

–Os envía Hatharion. Mas llegáis tarde. La batalla ha concluido, y muy dolorosamente como podéis ver, Arham.

No pareció sorprendido por sus palabras.

–Señora, las historias de la belleza y la sabiduría de la Estrella de Angh apenas os hacen justicia –respondió –. Sé que llego tarde. Daría cualquier cosa por haber llegado antes y haber podido responder en la batalla. Pero no es tarde para la venganza, Mi Señora.

Los ojos de ella se iluminaron un instante, que desapareció de nuevo entre las sombras.

–¿Venganza? –preguntó, y luego repitió como para sí misma… - Venganza…

–¿No deseáis la venganza?

Ella sonrió entonces, endulzando su rostro.

–La deseo –respondió –. Pero también se que pagaremos un alto precio por ella...

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–¡Señor! ¡Mi Señor! –el muchacho corría entre los corredores de tiendas que se alzaban a derecha e izquierda. Llevaba los cabellos rubios manchados de ceniza, y un leve tizne de sangre en su mejilla, mientras corría con todas sus fuerzas gritando a través del campamento oculto en las laderas de Orod Oiolossë – ¡Fuego, Mi Señor! –gritó de nuevo con todas sus fuerzas.

Un anciano salió rápidamente de una de las tiendas, y observó el humo que provenía del lugar donde estaban situadas las tiendas para los heridos.

–¿Qué ha ocurrido muchacho? ¿Nos han atacado? –el anciano sanador no acertaba a comprender la crueldad que podría haber llevado a alguien a incendiar repentinamente las tiendas que albergaban a los heridos en la batalla.

–¡Me envían a buscaros, Mi Señor! El fuego ha estallado desde dentro, y nadie es capaz de entender qué ha ocurrido… Hay… muchas bajas, Mi Señor –tartamudeó finalmente el muchacho, incapaz de describir lo que había visto.

El humo era testigo mudo de la tragedia. El humo, y los cadáveres calcinados que yacían todavía sobre literas teñidas de negro. El olor… el olor nauseabundo a carne quemada impregnaba todo el lugar. Algunos hombres, fieros soldados en la batalla, apenas podían contener el vómito mientras observaban desconcertados la dantesca escena. El rubio aprendiz de sanador se deslizó entre los árboles siguiendo su ejemplo, mientras el sanador apenas podía dar crédito a lo que veía.

–Deberíais ver esto… –dijo una voz grave a sus espaldas.

El anciano se volvió sobresaltado.

–Señor Arham –murmuró – ¿Vos sabéis que ha ocurrido?

–Deberíais ver esto… –repitió el hombre, y se encaminó hacia los restos calcinados de una tienda apartada del resto.

El anciano siguió al hombre sin decir nada más. “Parece confuso”, pensó, “pero ¿acaso yo mismo no lo estoy?” Restos de sábanas negras y grises cubrían un cuerpo tendido en el suelo. Arham se arrodilló ante el cuerpo, y retiró los restos que lo cubrían con cuidado de no acercarse demasiado. Retrocedió bruscamente ante las llamas que se alzaron de nuevo y con renovadas fuerzas.

–El fuego… –murmuró el anciano, mientras retrocedía con temor reverente.

–Vos deberíais saber qué debemos hacer… –dijo Arham, incorporándose.

El sanador miró al hombre como si fuera un loco. “Qué demonios…” Arham adivinó las intenciones del anciano, y desenvainó su espada.

–La vida de la Dama de Angh es más importante que la de cualquier otro de esta Compañía. Podríamos volver a Angh sin un solo soldado, y nada ocurriría. Pero si volvemos sin ella, la muerte será la recompensa a nuestra hazaña… Quizás prefieras ir pagando con la tuya, curandero.

–Pero… si ni siquiera podemos acercarnos a ella… El fuego que la cubre no nos dejará siquiera atenderla…

–Encuentra la manera, anciano. Encuéntrala, porque tu vida depende de ello.

–Sólo hay alguien que podría acercarse a ella, Señor Arham. Vos lo sabéis. Y quién sabe ahora mismo dónde estará…

Arham miró nuevamente el cuerpo de la Aenari. Sus rubios cabellos irradiaban destellos de luz bajo las llamas. Envainó la espada asintiendo levemente.

–Enviaré mensajeros a buscarlo. No está lejos.

Y el anciano se estremeció.

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Negros rumores inundaban el campamento. El fuego se había llevado consigo muchas vidas, pero también la esperanza. Apenas habían pasado unas horas, pero el lugar todavía se encontraba anegado de cenizas y aguas negras. Rescoldos de brasas ardían aún amenazando con volver a desatar el infierno de las llamas. Hombres cubiertos de hollín y sangre corrían de un lado a otro, arrojando cubos de agua sobre las brasas. Y entre ellos, Arham mismo montaba guardia ante el cuerpo de la Estrella de Angh.

Un sonido cada vez más cercano de cascos al galope anunció la llegada de la ayuda que esperaba. Guiado por el anciano sanador que atendía la Compañía de la Muerte Susurrante llegó finalmente a su encuentro Hatharion, Gran Señor de Angh. La sombra de su ser le precedía, y Arham se volvió al sentirla sobre él como una losa.

–No se si llegáis a tiempo, Mi Señor Hatharion –dijo entonces –. Lleva horas ardiendo…

Pero Hatharion no respondió. En silencio, se arrodilló junto al cuerpo tendido en el suelo, y retiró con cuidado los restos abrasados que lo cubrían. Luego, mientras el fuego de ella lo envolvía también sin dañarlo, la incorporó levemente. Ella entreabrió los ojos, y pareció por un momento que lo reconocía. “Ades…”, susurró.

–Regresa, Shanadae – dijo – Controla tu fuego y vuelve a la vida, con el poder que Eda te ha dado.

Ella se estremeció entonces “Vuelve a la vida, Shanadae”, y poco a poco las llamas que los envolvían se fueron extinguiendo. Hatharion posó la mano en su frente, y su mirada furiosa se enfrentó al sanador.

–Tiene fiebre –dijo incorporándose con ella entre sus brazos – ¿Cómo es posible que no te dieras cuenta?

El anciano tartamudeó, sin saber muy bien cómo explicarse…

–Mi Señor… La Dama se encontraba bien. Sus heridas habían sido curadas… Podéis comprobarlo vos mismo… –tartamudeó el anciano.

–¡Haldor! –gritó Hatharion, y de entre las sombras se acercó un elfo que había estado observando la escena con una sonrisa irónica –. Atiende a Shanadae. Procurad que baje su fiebre, pues sin duda es posible que todo vuelva a arder…

La sonrisa de Haldor se esfumó, al tiempo que tomaba el cuerpo de Shanadae para llevarlo a una de las tiendas. Y mientras el anciano, simplemente temblaba.

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–Mi Señor. La Dama Shanadae descansa en estos momentos. Su sueño es intranquilo, pero la fiebre esta remitiendo finalmente…

–Dime, Haldor. ¿Cuál ha sido la causa de la fiebre?

–Una herida no curada, Mi Señor. La Dama sin duda fue herida en la primera batalla de Blath Laidir, y esa herida no fue atendida debidamente. Parece ser que la Dama atendió personalmente a la Señora Sasya, y a la Doncella Hanië. O eso es lo que dicen. Cuando llegó el Señor Arham, la Dama Shanadae no se encontraba preparada para una nueva batalla. Pero vos la conocéis, Señor… Ella no iba a dejar de intervenir…

–Es orgullosa, lo se.

–Pero… Mi Señor. Esta herida podía haber sido tratada a tiempo… No quisiera molestaros, pero las heridas de flecha que ella recibió han sido bien cerradas y tratadas. Alguien pasó por alto la herida anterior… No se cómo ha podido pasar.

–Está bien, Haldor. Se muy bien cómo ha podido pasar, y tus palabras sólo confirman mis sospechas. Haz que traigan al curandero.

–Como ordenéis, Mi Señor –respondió Haldor con reverencia.

“¿Dónde nos ha llevado este juego, Shanadae? Hace tiempo que recibí tu última carta, llena de recuerdos, de preguntas y esperanzas. Y ahora… Ambos sabemos que ha ido demasiado lejos. Ha llegado el momento de terminar con esto, Shanadae”

La luz del mediodía precedió al regreso de Haldor, seguido del anciano y Arham, pero Hatharion no apartó la mirada del rostro de Shanadae, sumido en sueños inquietos.

–Para quien trabajas anciano –una sombra cubría nuevamente la entrada, y Hatharion alzó la mirada hacia ellos –. Di lo que sepas, y así al menos cruzarás sin mentiras las puertas de Ades.

–Mi Señor… No sé de qué me estáis hablando… Yo sólo trabajo para Angh… ¿acaso lo dudáis, Señor? Yo sólo soy un simple curandero…

La risa profunda de Hatharion inundó la instancia, sobresaltándolos.

–Un simple curandero… Y un sacerdote de Tossub también, supongo. Se muy bien el rencor que guardáis hacia Shanadae, pues ella se opone abiertamente a vosotros, sin duda alguna. Pero jamás pensé que llegaríais a esto…

–La Dama Shanadae se opone a nosotros. Es cierto. Mucho hemos hecho nosotros por contribuir al orden en las tierras de Angh, y ninguno de los Grandes Señores se digna siquiera a valorar nuestra labor –escupió las palabras, y pareció haber recuperado el aplomo –. Esta mujer se ha reído de cada uno de nosotros, y no he de negar que a todos nos gustaría verla muerta. Pero eso no significa que no aprecie mi vida…

–No debes apreciarla mucho –sentenció Hatharion –. Shanadae estaba herida antes incluso de llegar a esta última batalla, y no la has atendido. Eso se llama traición. Y se paga con la muerte.

El anciano palideció. Sus ojos se nublaron y cayó de rodillas ante el Aenari, intentando suplicar por su vida, pero de nada habría de servir. Traición. Muerte.

La puerta se abrió nuevamente, y el joven aprendiz de rubios cabellos entró corriendo en la tienda interponiéndose entre el Aenari y el anciano.

–He sido yo, Mi Señor. Yo he sido quien atentó contra la Señora –los ojos grises del muchacho le recordaron a alguien. La mirada profunda, segura y sin miedo –. Pero vos mismo lo ordenasteis…

–¡Cómo te atreves, bastardo! –bramó Hatharion, y los cimientos de la tierra parecieron temblar acompañando la ira de su voz –. ¡Jamás he ordenado nada semejante!

El joven pareció dudar… Miró a los ojos de fuego del Aenari, y comprendió tarde que había sido engañado. Un mar de lágrimas se derramó de sus ojos mientras recordaba…

“Ella debe morir”, decía la dama de mirada gris, “El Gran Señor de Angh así lo desea. Pero ninguno de nosotros puede hacerlo, pues sus seguidores intentarían vengarse sin duda… y se desataría una guerra interna que acabaría con todos nosotros. ¿Puedo confiar en ti?” Se había dejado engañar por las dulces palabras, por el cálido aliento presa de esos rojos labios, por la mirada de niebla enmarcada de noche estrellada… Ahora sólo quedaba llorar. Llorar y suplicar por su vida.

–Mi Señor… La Dama… –intentó explicar. Pero Hatharion ya lo sabía. Mormithril brilló un segundo con la luz del sol. El nombre murió entre sus labios, y en su lugar surgió un borboteo sangriento, al tiempo que caía fulminado con la garganta abierta como una gruta roja en su cuello.

El rostro del anciano era una máscara de terror, mientras sentía el sabor de la sangre del muchacho en sus labios. Ni siquiera vio acercarse la espada teñida de rojo, pero sintió cómo se adentraba en su vientre, y al bajar la mirada, observó incrédulo como abandonaba su interior arrojando al suelo sus vísceras calientes.

–Mi Señor, ¿vos sabéis quién ha ordenado esto? –preguntó Arham confuso.

–Lo sé. Pero Shanadae jamás debe saberlo, o su furia nos arrastrará a todos en su venganza.

–¿No diréis el nombre entonces?

–El conocimiento es poder, Arham. Pero en este caso… también puede significar tu muerte. No diré su nombre.

Pero mientras abandonaba el campamento de la Muerte Susurrante, en su mente sólo aparecía la imagen de la Dama de Ojos Grises. Nyesel. El juego había llegado demasiado lejos…

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