Recostada entre varios cadáveres amontonados, miraba sin ver aquél cuerpo irreconocible que poco antes había albergado sus manos, ahora pintadas del color de su sangre. Se pasó la mano por la cara, y el rastro se sumó al de tantos otros, formando un curioso contraste de tonalidades rojas.
No sabía cuanto tiempo llevaba allí. Había perdido la cuenta de las horas hacía ya mucho tiempo, y aunque se esforzaba por retornar a la realidad del momento, y por reunir las fuerzas necesarias para conseguir volver a la ciudad, no lo había conseguido aún, y no sabía si lo conseguiría por sí misma.
Cuervos, buitres y lobos se encontraban en esos momentos celebrando un festín a costa de los miles de cuerpos caídos. A lo lejos divisaba de vez en cuando figuras en la sombra de la noche, hombres, trentis o elfos que volvían de regreso a la ciudad. Algunos de ellos apenas conseguían arrastrarse entre los cadáveres. Y eran muchos los que caían desfallecidos, y perecían en el intento. Y es que el caos de la batalla no deseaba abandonar Semre’en.
No tenía noticia alguna de Hanié o Kranhe, pero en su interior sabía que continuaban con vida. Y precisamente por esa razón no entendía que no hubieran organizado mejor el regreso de los soldados a la ciudad, o siquiera que hubieran enviado a alguien a buscarla. Claro que tampoco estaba segura de que no hubieran corrido la misma suerte que ella, y en estos momentos se encontraran atrapados en cualquier rincón de aquél enorme desierto de carne.
Mientras su mente divagaba, pensando estas y otras muchas cosas, no prestaba atención alguna a su alrededor. Su mente se encontraba además demasiado dispersa como para pensar siquiera en un mínimo peligro que la acechara, y desde luego, sus ojos violetas estaban velados por el cansancio y el dolor que la invadían.
Fue así como sucedió lo que acabaría por culminar para ella la Batalla de Semre’en. No percibió en ningún momento el ligero sonido de un cuerpo arrastrándose tras ella subrepticiamente. No fue capaz de sentir el latir acelerado del corazón de aquél que la acechaba. Tampoco distinguió el filo de la daga que llevaba en la mano. Simplemente sintió un dolor agudo, y fue el dolor la que le hizo despertar de su letargo, moviéndose rápidamente de modo que el filo de la daga no penetrara profundamente en su cuello como era la intención de su atacante, sino que finalmente se quedara en la superficie.
Se volvió rápidamente, con los ojos relampagueantes de furia, y el hombre se detuvo en seco al mirarla a los ojos, y cayó fulminado en la inconsciencia.
Fue entonces cuando Adanha recurrió a todo su poder, y consiguió por fin levantarse del lugar donde se encontraba postrada. Su mente recorrió a toda velocidad el espacio que la separaba de aquellos que se encontraban en la ciudad atendiendo a los heridos, y transmitió una orden silenciosa que fue ejecutada con celeridad. Apenas unos instantes después, Beldë aparecía al trote atravesando el campo, pisando con brusquedad los cuerpos tendidos, vivos o muertos. Pero el hermoso y terrible animal no era consciente de diferencia alguna, y sólo respondía a la orden dada por su Señora.
Tras él, dos elfos armados acudían con presteza, sin prestar atención de aquellos que les tendían las manos al pasar a modo de súplica, ni de los que gemían pidiendo ayuda o la piedad de una muerte rápida que les arrancara para siempre el dolor.
Adanha esperó pacientemente, a pesar de que el esfuerzo de montar había sido mucho mayor de lo que esperaba, y de que apenas podía mantenerse erguida sobre el caballo. Cuando llegaron hasta ella, simplemente señaló el cuerpo de su atacante, y su voz sonó apagada, como un susurro lejano:
- Llevadlo a las Mazmorras, y procurad que siga vivo hasta que yo vaya a buscarlo. Os va la vida en ello.
Parecieron sorprenderse por un momento, pero ejecutaron la orden sin dilación. Mientras, ella partió camino de Kanar Arë, donde fue recibida por varias doncellas que corrieron a atenderla, y a alojarla en una de las habitaciones reservadas para los grandes Señores de Angh.
Y allí permanecía todavía. Recostada sobre un lecho de sábanas de hilo blanco, con la luz del sol acariciando levemente su rostro adormilado, y con los ojos cerrados ocultando la sombra del dolor que invadía todavía su cuerpo.
Sabía que tanto Hanië como Kranhe yacían en habitaciones contiguas, y que las heridas que les habían infligido eran lo suficientemente graves como para que la vida de ambos corriera serio peligro.
Había sido Danhab, la Loba , quién una vez pasado el peligro, había corrido hasta las Casas del Lamento en busca de ayuda, y ahora montaba guardia ante la puerta de la habitación de Hanië, custodiando el descanso de su ama.
En cambio Adanha había tenido que recibir varias veces a los capitanes y los custodios de la ciudad. Todos ellos parecían sentirse perdidos, y no le había quedado más remedio que organizar tanto la reconstrucción de las murallas afectadas en la batalla, como la reorganización de la defensa. Se sentía exhausta y parecía que la ciudad entera había confabulado en contra de su descanso. Sólo esperaba que pronto retornara a Semre’en algún miembro destacado del Clan, y la relevara de aquella pesada carga. Una carga que en aquellos momentos sentía que superaba con creces su capacidad.
Había tenido noticias de su atacante. Pero en este caso, era ella quien había solicitado un informe diario de la evolución del hombre. Y cada día, hacía el atardecer, un soldado se acercaba a la cabecera de la cama para leer el informe de la salud, y del estado de ánimo del hombre. Parecía finalmente que a pesar de todo aún sobrevivía, y ahora sólo quedaba esperar que la fiebre provocada por sus heridas remitiese. Pero ella sabía que si el hombre fuera consciente de dónde se encontraba, y del destino que le esperaba, se dejaría llevar por la muerte sin dudarlo un instante.
Los días pasaron. Uno tras otro se sucedían en una tediosa monotonía, y Adanha recuperaba las fuerzas gracias sobre todo al descanso, y a los ungüentos que bañaban su cuerpo. Apenas dos semanas después de aquel funesto día en que las tropas del Condado habían llegado hasta las puertas de Semre’en, consiguió por fin levantarse de la cama, a pesar de que el primer día le resultó extremadamente cansado. Pero poco a poco iba superando también ese cansancio, y aunque todavía cojeaba ligeramente, sus heridas poco a poco se estaban cerrando.
Ella misma se había aplicado un emplasto especial, y agradecía aquel tiempo que había pasado al servicio de la Diosa, pues gracias a ello su conocimiento para la curación era con mucho mayor que el de cualquiera que pisara la Erthara en aquella Edad. Y no había dudado tampoco en enseñar su saber a aquellas que atendían a los soldados heridos en Kanar Arë, ni en dedicarse ella misma a aplicarlo en sus Hermanos en la Batalla. Gracias a ello también su recuperación sería más rápida.
Al finalizar la tercera semana se deshizo de los vendajes, y se sintió por fin con fuerzas para dirigirse a La Morada del Llanto. Un vestido de terciopelo negro, con el cuello alzado, ocultaba las heridas de su cuerpo. Un cinturón de oro portaba su espada, y sobre sus cabellos, un velo de gasa negra ceñido con una tiara labrada de oro, ocultaba la herida en su sien.
Adanha agradeció la oscuridad de las mazmorras, en contraste con la luz del sol que inundaba Semre’en sin piedad alguna. Al principio, pareció enfrentarse a un silencio de muerte. Después, el sonido chirriante de gemidos se instaló en su cabeza, cada vez más agudo y penetrante. Un trentis acudió a su encuentro, postrándose entre incontenibles reverencias.
–¡Bienvenida Señora, bienvenida! –su voz, con aquel tono gutural propio de los de su raza, la desagradó profundamente, pero le siguió silenciosa, con la mirada oculta tras el velo. El trentis continuó hablando atropelladamente, y Adanha noto el nerviosismo que ocultaba tras tanta palabrería –. Nos alegra saber que se encuentra mejor la Señora. No sabe Mi Señora cómo hemos rogado a Kalata para tenerla de nuevo entre nosotros. El hombre que envió sigue aquí, y ha sido atendido como un príncipe, en comparación con el trato que han recibido otros prisioneros… –el trentis interrumpió su frase con una carcajada nerviosa –. Nos ha costado mucho trabajo conseguir que no muriera, y nos hemos preguntado a menudo para que querríais vos que continuara con vida…
Dejó la pregunta elevarse en el aire, como esperando una respuesta. Ella en cambio tardó un segundo en responder, y levantó el velo que cubría su cara. Sus ojos brillaron en la oscuridad y el trentis palideció.
–Si ahora mismo intuyera que me estás pidiendo la más mínima explicación, te estrangularía con mis propias manos. Ahórrate la cháchara, que no me interesa en absoluto, y organízalo todo. Quiero al hombre en el segundo nivel. Y lo quiero para ayer.
El trentis corrió delante de ella, tropezando con todo aquello que encontraba a su paso. Pronto lo perdió de vista.
Cuando llegó al segundo nivel, sólo vio al hombre. El trentis había desaparecido, y Adanha supuso que había sido lo bastante listo como para evitar que ella posara sus ojos nuevamente sobre su horrible rostro.
Olvidó al trentis en cuanto se detuvo frente a aquél que había intentado acabar con su vida. Debía contar unos treinta años, quizás algo más, pero nunca había sido muy buena con las cuentas en lo que a los Hijos de los Dioses se refería. Sobre todo, con aquellos que descendían de los Hombres. Sus ojos eran de un color caramelo, y su rostro se veía curtido por la guerra. Una vieja cicatriz cruzaba su mandíbula, dándole una apariencia audaz. Sus cabellos castaños caían desordenados sobre sus ojos, ocultando levemente su mirada, pero ella era consciente que la miraban fijamente, y percibía el desafío que encerraban.
Adanha se acercó al hombre despacio, y cuando estuvo a su altura, le agarró bruscamente del pelo, obligándole a alzar la cabeza y a enfrentar directamente su mirada.
–Así pues, otra vez nos encontramos, escoria –su voz era suave, y su rostro dibujaba una sonrisa siniestra.
–En otro lugar nos hubiéramos encontrado si aquel día hubiera sido más afortunado para mí, y más aciago para tu vida –la voz del hombre era cálida, aunque transmitía cansancio y dolor. Y Adanha ocultó la sorpresa ante su osadía.
–¡Cómo te atreves a hablarme siquiera, gusano brenita! –su voz se elevó entre los muros, y sintió como cada ser vivo en aquellas catacumbas se encogía de miedo –. Escúchame bien –dijo, mientras sus ojos se clavaban en el como dagas ardientes –. Jamás, nunca, en ningún momento del tiempo o del espacio, más allá de la muerte podrías encontrarte conmigo. No comparto tu miserable destino, triste mortal. Pusiste tus ojos y tus manos en algo que supera tu limitado entendimiento, y por ello simplemente deberás pagar durante lo que te quede de vida.
–No será mucho tiempo, espero –respondió él, con la voz entrecortada. Adanha sabía que escondía su miedo, y que en ese momento la muerte le parecía con mucho el mal menor.
Ella rió. Su risa, casi más terrorífica que su furia, penetró con fuerza en la mente del hombre. Le soltó con brusquedad, de modo que la cabeza del hombre golpeó con fuerza la pared de roca, provocando una gran herida abierta, para después caer hacia delante de golpe, sin fuerzas para sostenerla.
–No es la muerte lo que te espera, esclavo. Ni mucho menos. Cuando acabe contigo, suplicarás que acabe con tu desgraciada existencia, y te arrepentirás de haber seguido las órdenes de aquellos que te dejaron aquí.
El hombre calló. Ni siquiera podía imaginar como era posible que ella supiera que los capitanes de Bren Tornya le habían ordenado ocultarse entre los cadáveres, en espera del momento adecuado para atentar contra cualquiera de los Señores de Semre’en. Y ya se arrepentía de haberse ofrecido voluntario para aquella misión.
Recordaba el sol, el aire acariciando sus cabellos, mientras dejaba atrás las amadas tierras del Condado. El rostro de su esposa y sus hijos todavía no se había borrado de su mente, y se aparecían en cada momento para atormentarlo, y ahora sólo podía rogar por olvidarlos, a fin de no alargar su sufrimiento. Ahora, mientras escuchaba la amenaza de aquella que había escapado de la muerte, cobró consciencia de que nunca volvería a verlos, y el pesar lo abrumó, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Adanha sonreía, mientras observaba al hombre. Sabía perfectamente lo que sentía en su interior, y jugaría con él hasta que se cansara de aquel juego.
–Volveré –sentenció. Y después se dio la vuelta, alejándose y dejando al hombre hundido en la miseria y el dolor.
© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
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