Siguiendo la estela del anterior post, queremos compartir con vosotros un nuevo fragmento del primer capítulo del libro.
Esperamos que os guste, y agradecemos de antemano cualquier comentario que nos queráis hacer.
© Susana Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).
El magnífico sauce, alto y esbelto, con
las ramas cayendo lánguidamente hasta alcanzar el suelo, permanecía
imperturbable en las inmediaciones del riachuelo. No era un sauce cualquiera.
Al contrario, era un ejemplar muy especial. Un muchacho de cabello castaño, mirada
desafiante y ojos grisáceos como la bruma del mar, se encontraba atado a aquel
sauce. A su alrededor, todo era silencio y quietud, apenas rotos por el suave
rumor de las hojas de los árboles mecidos por la brisa de la mañana, como una
madre que despierta poco a poco a su retoño.
Llevaba atado al sauce tres días con sus
tres noches, con el bosque como único testigo de su soledad. La noche había
sido llevadera, incluso refrescante. Pero las horas de sol, calurosas,
asfixiantes, habían resultado insoportables. Los mosquitos que habitaban el
riachuelo cercano habían dado buena cuenta de su piel y de su sangre. Su
cuerpo, completamente desnudo, se hallaba cubierto por miles de pústulas
endurecidas y restos de sangre seca. Sus brazos, sujetos por las muñecas hacia
atrás en torno al tronco del árbol, estaban adormecidos; apenas sí los sentía.
Las cuerdas se habían incrustado en su piel, tanto en las muñecas como en los
tobillos y las rodillas; el menor movimiento involuntario era como una tortura.
El estómago del muchacho estaba seco de tanto necesitar agua y comida.
«El
sauce es un árbol cuyas hojas caen, esbelto y delgado, y su fortaleza y
flexibilidad pueden contra toda adversidad.»
Los primeros rayos del sol de aquel día
habían amenazado con calentar el ambiente todavía más. Sin embargo, cuando el
astro completó su viaje ascendente hasta el cenit, el esperado caluroso día se
volvió gris; vinieron las nubes y cubrieron el cielo. Apenas dos horas después
ya estaba lloviendo.
—¡Maldición! —murmuró ofuscado. El
tiempo, que lo había martilleado con un calor espantoso los días anteriores,
ahora cambiaba al extremo opuesto: una fuerte lluvia que no hacía más que
golpear sin piedad su piel herida.
«No
todo sucede cómo queremos y debemos aprender a adaptaros a las circunstancias.
El sauce rebrota cuando lo cortan.»
Todo formaba parte de una prueba para la
que se había preparado desde el mismo momento de su nacimiento, la prueba del
árbol. Todos los elthalântar compartían esencia con el espíritu de un
árbol, y él lo hacía con el sauce, tal como había sido revelado en el ritual de
la marca de la ortiga, al poco de nacer. Sin embargo, en ese último ritual,
atado a su árbol, el individuo debía ser capaz de descubrir por sí mismo el
vínculo más íntimo que le unía al ennar. El
día en que había sido atado a aquel sauce le parecía tan lejano como el mismo
día de su nacimiento, cincuenta años atrás. Había olvidado ya el rostro de sus
seres queridos y de aquellos que le habían traído hasta ese lugar. Lo que no
había olvidado eran las palabras pronunciadas antes de ser abandonado a su
suerte en aquel lugar recóndito del extenso bosque, a muchas millas al norte de
las fronteras de Elerthe.
—Deryan
Datharal Anasal Silwinene —había dicho de forma solemne uno de los sacerdotes—,
¿estás preparado para demostrar que has alcanzado la cumbre de la sabiduría de
nuestro pueblo y que comprendes el don otorgado por Eda?
¡Claro que lo estaba! Se
había preparado durante años para aquella prueba. Largos años de enseñanza,
meditaciones y rituales, cientos de rituales. Se hallaba completamente
preparado, tanto física como mentalmente para superar aquello y más, y
convertirse así en alguien importante. Pues Deryan, primogénito del Daltha Ayaral, líder de los elthalântar, estaba destinado a ser alguien importante en
la sociedad de su pueblo.
Antes
de responder, contempló el esbelto sauce que se erguía solitario en la orilla
del riachuelo, con sus hojas de color verde brillante y el tronco rugoso y
agrietado. Según decían había brotado allí el mismo día del nacimiento de
Deryan, por lo que estaba unido a él de una manera íntima. Sin embargo, para él
solo era un árbol cualquiera.
Tras
pronunciar las estrofas del ritual, los sacerdotes le desvistieron, le ataron
al árbol y abandonaron el lugar, dejándolo solo, con el único amparo del bosque
y del sauce.
Deryan
echó un vistazo las ramas del árbol que caían sollozando hacía el suelo formando
una especie de cortina protectora que seguramente le resguardaría del sol
diurno. El eltha estalló en una sonora carcajada, vanagloriándose de su buena
fortuna.
—¡Voy
a tener suerte! —exclamó el muchacho.
Sabía
que otros compañeros suyos no habían sido tan afortunados como él, pues los
árboles a los que habían sido atados, debido a su morfología, no les habían
protegido del sol. Lo que no sabía en ese momento, es que su buena suerte no
iba a ser tal. Los dioses le castigarían por su alardeo. En los días siguientes,
un viento cálido llegaría desde el gran desierto de Madaha’b, en el sur,
haciendo que la cortina formada por las ramas del sauce no fuera suficiente
para evitar que el astro amarillo golpeara con fuerza la piel desnuda del muchacho.
A media tarde, el cielo cesó de descargar
agua, dejando un ambiente fresco que alivió en alguna medida el castigado
cuerpo del muchacho. Aquello era señal de que el verano se había ido y el otoño,
con su triste melodía, ya les visitaba. Deryan cerró los ojos y se percató de que
apenas había dormido desde que había sido apostado en aquel tronco rugoso. El
dolor no cesaba. No solo el dolor físico, sino el mental, aún más insoportable.
Si aquella prueba requería un gran aguante físico, el esfuerzo psíquico que se
necesitaba para resistir sin enloquecer era si cabe mayor.
«Solo un poco más», se dijo al notar que
la muralla de su psique empezaba a romperse.
El sol continuaba su viaje hacia las
costas del oeste, al otro lado de las montañas, cuando las alucinaciones llegaron.
Las largas y flexibles ramas del sauce parecieron fundirse en una sola, gruesa,
áspera, con pequeños vástagos en forma de dedos largos y finos. Como si fueran
serpientes, se enredaron alrededor de su cuerpo, en torno a su pecho,
privándolo del aire. Intentó soltarse, pero las cuerdas que lo aprisionaban se
estrecharon aun más en torno a sus muñecas y sus tobillos, y sintió cómo su
carne desgarrada se abría. Notó algo húmido bajo sus pies y comprendió que se
trataba de un charco de sangre. De su sangre. Finalmente el sauce extendió uno
de sus dedos y lo incrustó a través de la nuca, atravesando su cabeza en
sentido ascendente. Deryan sintió un dolor tan intenso que creyó que su cabeza
iba a estallar.
«Los
sauces somos unos árboles más fuertes de lo que aparentamos, nuestra fortaleza
y flexibilidad pueden contra toda adversidad».
El dolor, tan pronto como había llegado,
cesó. Deryan pensó que, en ese momento, formaba parte del mismo árbol y que
ahora era la savia del árbol la que circulaba por sus venas cansadas y débiles.
Perdió la consciencia y dejó de sentir nada.
Despertó cuando el sol acababa de perderse
en los pliegues del horizonte, al caer al fondo de las aguas del Océano del
Dragón. Había varias sombras en torno a él y su cabeza parecía latir
salvajemente. Se encontraba entumecido y no sentía los brazos ni las piernas.
Dos hombres ataviados con las túnicas verdes
características del sacerdocio elthalânta, se acercaron hacia él y comenzaron a
desatarle. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para soportar el dolor que le
produjo el separar la cuerda incrustada en sus heridas. Cuando miró a su
alrededor se encontró con unos ojos que le resultaban conocidos, los ojos
amables de su madre, Tawarene, que le contemplaban con ternura. A su lado
estaban su padre, Ayaral, denotando orgullo en su rostro, y sus dos hermanos
menores, Thira y Neltehis, éste apenas un niño. Cerca de ellos, se hallaban
algunos de sus amigos y compañeros durante su enseñanza: Bret, Vinisul, Garlas
y Kirne. Así, al ver a sus seres queridos, se sintió reconfortado.
Cuando terminaron de desatarle, Deryan
notó un hormigueo en los pies y cayó al suelo, incapaz de mantenerse en pie.
Los dos sacerdotes lo levantaron y lo sostuvieron.
—¿Qué es el sauce? —le preguntó una voz
firme pero suave a la vez.
El eltha lanzó una mirada fugaz al árbol
al que había estado unido todos aquellos días.
—El sauce es mi espíritu, yo soy el sauce
y él es yo. Dos espíritus unidos en la adversidad. —Su voz era ronca, apenas un
susurro, y tenía la boca reseca, con los labios agrietados y llenos de costras.
La verdad que se expresaba en sus ojos fue
la señal de que había superado con éxito la prueba. Ya era un elthalânta en
todos los sentidos de la palabra.
Alguien le acercó entonces un cuenco con
agua, muy fresca, y por fin pudo beber.