Destino en piedra

Imagen: GVianPontier (pintarest)

Hay quienes piensan que nuestro destino está escrito en piedra desde el principio de los tiempos, y nada de lo que hagamos evitarán las flechas que hieren nuestras vidas. Pero aquella mujer no estaba de acuerdo. 
    Si lo único que le quedaba en su interior era aquel vacío desgarrador, prefería luchar para cambiar su destino profetizado:

“Cuatro frutos crecerán en tu vientre. Cuatro frutos que se marchitarán antes incluso de que llenen de plenitud tu vida.
Cuatro veces el sol habrá danzado en el cielo y cuatro veces más se verá eclipsado antes de que se marchite el primer fruto de tu vientre.
La belleza del segundo atraerá a todo tipo de aduladores ansiosos de probar su carne. Su soberbia será su tumba.
La neblina de la incertidumbre ahogará al tercero de tus frutos, en el lugar donde confluyen dos ríos de profunda oscuridad, uno vigilado por el león y el tomillo y el otro protegido por la sangre del toro.
La lluvia de flechas atravesarán la carne del cuarto de los frutos de tu vientre. Certeros y dolorosos lo harán languidecer en una muerte lenta mientras un río de sangre escapará de su cuerpo moribundo”.

    Esas palabras sombrías que anunciaban noticias terribles la habían perseguido durante años: había perdido ya a tres de sus hijos. Sólo le quedaba el cuarto. No iba a permitir que la profecía se cumpliese en él.
    El hijo, sorprendido por una emboscada enemiga en mitad del bosque, gritó de dolor. La primera flecha le dolió a ella como si fuera su propia espalda la que alcanzase. Las dos siguientes hurgaron en la herida producida por la primera. 
    Con la cuarta flecha silbando en el aire, la madre saltó como una bestia salvaje, para interceptarla con su propio cuerpo. Un dolor agudo penetró en su pecho antes de desplomarme junto a su hijo. 
    —Es hora de desafiar al destino que trazaron para nosotros. ¡Huye! —le rogó. 
    Mientras los últimos vestigios de vida abandonaban su cuerpo, ella pensó en todos los hijos que había perdido. Le quedaba el consuelo agridulce de que, con ese último acto, quizás su cuarto hijo pudiera salvarse. Esa era la esperanza que acunaba mientras moría.  
    Al anochecer descubrieron los cuerpos sin vida de madre e hijo: el de ella en el corazón del bosque, el de él a orillas de un río, junto a un rastro de sangre que había teñido las aguas antes cristalinas. 
    La profecía se había cumplido.

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